Yo Soy Leonor de Aquitania
Autobiografía no Autorizada de
una Reina Medieval.
Yo soy Leonor de
Aquitania, nieta de Guillermo de Poitiers e hija de Guillermo conde de Poitiers
y duque de Aquitania.
Yo Soy Leonor de Aquitania
Autobiografía no Autorizada de una Reina Medieval
Hecho el depósito que marca la Ley Nº 11.723 de Propiedad Intelectual.
ISBN 978-987-29068-0-1
1. Narrativa Argentina 2. Novela
Histórica.
Dedicado a Pepe, por su amor y su aliento en todos mis
emprendimientos literarios.
Sara Garfinkel
Mar del Plata 2012
Leonor de Aquitania nace alrededor del año 1122. Fallece
el 1º de abril de 1204 a la edad de 82 años en tierra francesa. Ha sido la
reina consorte de dos de los más poderosos monarcas del Medioevo: Luis VII de
Francia (desde 1137 a 1152) y de Enrique II de Inglaterra (desde 1152 a 1204).
Aunque Enrique muere en 1189, ella conserva su título de reina consorte hasta
su muerte.
Claro, todo estaba a pedir de boca de las señoras de la época y de los
jóvenes caballeros que buscaban la protección de una dama a la que amaban
platonicamente sin que el marido de ésta interfiriera en tales juegos cortesanos.
El amor platónico es un
amor inalcanzable, es aquél que por diversas circunstancias no se puede
materializar; en él puede haber un elemento sexual que se da de forma mental,
imaginativa o idealista y no de forma física. No es de extrañar el deseo de las
damas de ser amadas platonicamente ya que el amor platónico es un amor en el que la ilusión es al alimento que mantiene siempre
encendido el deseo y la esperanza. Son amores que no son impulsivos. Es un tipo
de amor que concede más importancia a lo espiritual, emocional e intelectual
que a lo físico o sensual. Es un amor en el que hay mucha intimidad en el
sentido de que la persona lo vive dentro de sí misma. No tiene matices. No
tiene negociación. Está libre de detalles sucios. Se encuentra fuera del tiempo:
no envejece. ¿Qué mujer no quiere ser
amada a pesar de que el almanaque vaya agregando años a su vida?
Mi abuelo
Guillermo fue aquel galante poeta provenzal de la Edad Media, el primero que
escribía y trovaba en lengua de oc. ¡Qué hombre fue mi abuelo! Lo excomulgaron dos
veces. Una vez fue por abandonar a su
esposa legítima – mi abuela - para
luego arrebatarle por la fuerza la mujer
al vizconde de Châtellerault.
Él era un gran
poeta. Yo guardo algunos de sus poemas.
Todos ellos son en conjunto una extensa exposición de sus amoríos, a veces bastante atrevida, en
los cuales mi abuelo alardea de sus proezas sexuales. No me hace nada bien
releerlos porque me acuesto todas las noches con mi esposo quien casi nunca me
toca. Quiero no ser la reina Leonor sino
la Maubergeonne, una de las tantas amantes del abuelo libertino pero la única
mujer a la que él le dedicó muchos de sus poemas.
“Con la dulzura de la primavera
bullen los bosques y los pájaros cantan
cada uno en su latín
según el ritmo del nuevo canto.
Así conviene que cada uno se regocije
en lo que más desea.
Yo me regocijo yaciendo con mi amada
Maubergeonne”
Claro que como no
era hombre de una sola mujer, también jugaba con otros nombres.
“Caballeros,
aconsejadme en esta duda
-nunca escoger me fue tan difícil- No sé si quedarme con (la dama) Agnes o con (la dama) Arsen)” |
Tengo catorce
años. Me miro al espejo y veo a una niña adolescente. Dicen que mis ojos verde
esmeralda tienen tal magnetismo que los caballeros que los miran se sienten fuertemente emocionados. Mi
padre es un buen hombre pero no pudo superar la muerte de mi hermano mayor. Por
eso me educó como si fuera un varón. Por orden suya me enseñaron a leer,
escribir, el arte de la caza y los entresijos del mundo militar. Sin embargo yo
me siento mujer. Soy coqueta y no puedo evitar tener en cuenta a los hombres
que me miran con mal disimulado interés. Algunos trovadores me han dedicado ya
ardientes versos, cosa que me encanta.
Papá como siempre va de torneo en torneo.
Ahora creo que está en peregrinación camino a Santiago de Compostela. Mi
hermana y yo quedamos al cuidado de Tío Raimundo, el hermano menor de nuestro
padre, quien acaba de llegar de Inglaterra. ¡Qué agradable tener un tío tan
joven y tan buen mozo!
Esta mañana el
arzobispo de Burdeos nos ha dado una triste noticia. Nuestro padre ha muerto
antes de llegar a Santiago de Compostela. La noticia es desoladora. Pero más
devastadora es lo que me dice a continuación. Después de llamarme “Señora
Duquesa” me cuenta de las últimas horas de mi padre y de su postrera voluntad.
Dice que el Duque Guillermo, ya agonizante, temiendo que su ducado fuese presa
de algunos ambiciosos barones, ha mandado embajadores a Ile-de-France, con
objeto de pedir al rey Luis VI protección para sus herederas Leonor y Alicia,
mi hermana menor. Además el último deseo del duque ha sido que el Rey de
Francia, Luis VI el Gordo, acepte que su hijo, el Delfín Luis el Joven, se case
con su hija mayor.
Lejos estoy yo de
pensar en casarme. Casarme con un hombre
del Norte me da miedo, pero la idea de convertirme en la futura reina de
Francia me agrada sobremanera. El obispo de Burdeos, muy sagazmente, añade a
esta inesperada noticia que aunque el rey Luis está feliz porque para él que yo
me case con su hijo es un gran negocio,
los territorios de Aquitania serán siempre míos. Tío Raimundo me
convence que es lo mejor que me puede pasar porque ser mujer casada, y reina
por añadidura, me dará más autoridad y autonomía en mi futuro.
Estoy curiosa por
encontrarme con mi futuro esposo. Mis damas me ayudan a preparar mi viaje hacia
Burdeos, donde hemos de casarnos. Me han dado tantas instrucciones y tantos
consejos que han conseguido ponerme nerviosa. Al fin nos encontramos cara a
cara. Luis es alto y delgado, tiene 17 años, una hermosa cabellera rubia, ojos
azules, un aire candoroso y una prominente nariz. Justamente la prominencia de
su nariz está dando lugar a infinidad de anécdotas picantes, cuentecillos
agudos o frases de sentido equívoco y gracioso. Gracias a Dios todas coinciden en
que una nariz de esas características en un esposo, es garantía de ser un buen
amante. Estoy complacida. Mis labios le sonríen y mis ojos lo miran de una
manera que siento que él está conmovido. Es un flechazo de amor por ambas
partes.
Estamos en la
Basílica de San Andrés. El Arzobispo acaba de unirnos en matrimonio. Vamos en
camino hacia París donde nos espera el
rey Luis VI pero yo no quiero demorar más nuestra noche de bodas. Le pido a mi
esposo haga detener el carruaje y en
algún lugar del camino hacia París, consumamos el matrimonio.
Desgraciadamente todos los chascarrillos de
mis damas con respecto a la virilidad de mi futuro esposo han sido infundados.
Luis es inexperto. Tengo que enseñar e insistir. En nuestra noche de bodas él
demuestra ser un mezquino amante y yo una experta profesora. Mientras estemos
unidos por los votos matrimoniales, Luis siempre será un esclavo de los
residuos de amor que indiferentemente yo le daré. Está decidido. Es que él y yo no nos parecemos en nada. Él
posee el sosiego y la piedad de un santo, yo tengo el refinamiento y la osadía de una heroína.
En Provenza nací.
Conmigo nacieron la sociedad cortesana y el amor cortesano. Provenza es mi
tierra.
Por mi
casamiento con Luis, heredero del trono de Francia, con mis apenas 15 años llevo a París los temas de los trovadores y las
costumbres liberales de mi amada Aquitania. Luis es débil, rubio, de ojos
azules. Ha sido educado en un monasterio. Siendo el hijo más joven, Luis ha
sido criado para seguir el camino eclesiástico y no el monárquico. Se ha
convertido en heredero al trono de
Francia inesperadamente después de la
muerte accidental de su hermano mayor, Felipe.
Debo confesar que estar casada con un príncipe excepcionalmente devoto,
mejor preparado para la vida monacal que para la vida real, es muy aburrido.
Inesperadamente
como regalo de bodas Luis acaba de ser coronado Rey de Francia. Ahora Luis el
Joven es Luis VII, rey de Francia y yo soy Leonor de Aquitania, reina de
Francia. A partir de su coronación mi marido se volvió más serio, más flemático y más interesado en sus deberes
religiosos. Yo, joven y vital en cambio, siento la necesidad de vivir la vida.
Se me ocurre que puede ser una buena idea instruir a una sociedad, ajena a las costumbres de mi tierra, sobre los placeres del amor y de la
adoración que los caballeros les deben rendir a las damas la época.
Vivo en un París
que es arcaico, bárbaro y primitivo comparado con el mundo rico y lujoso de las
ciudades de mi Aquitania. Nuestro palacio real se levanta en medio de un París
sucio, de tortuosas callejuelas, confusas y turbias. Nuestras habitaciones ocupan
el ala occidental del oscuro palacio, en cuyo extremo oriental está la
sede del arzobispado. No muy lejos se encuentran algunas iglesias viejas,
estrechas y lóbregas, las casas de los
judíos y el barrio de los estudiantes. Enfrente, en la orilla izquierda del Sena, se hallan las
escuelas. La vida es ruidosa y agitada. Mucha inmundicia, basura y
enfermedades.
¡Como extraño
la vida que he llevado antes de casarme! Mi padre nos rodeó a mi hermana
Alicia y a mí de grandes lujos. Siempre tuvimos la compañía de hermosas
damas, de pajes y de trovadores.
|
Estoy decidida a
ser una mujer transgresora de los tópicos del “amor cortés” y de las normas
sociales impuestas a las mujeres. Si no puedo expresar mi deseo sexual,
insatisfecho por mi marido, sentaré las bases del adulterio platónico, ya que
por mi condición de reina – lo que lleva en si mi condición femenina – me está
vedado hablar sobre el ayuntamiento carnal voluntario entre persona casada y
otra de distinto sexo que no sea su cónyuge.
Si los trovadores son juglares cultos e ingeniosos, capaces ellos mismos
de escribir sus canciones en lugar de copiarlas de otros, ¿por qué no puedo ser
yo – que soy culta e ingeniosa - quien desarrolle, esencialmente por juego,
primero la concepción y más tarde el verdadero código del amor cortesano?
Ya lo tengo
pensado, iniciaré todo como un juego durante nuestras reuniones cortesanas.
Aunque algunas veces Luis tiene sus asomos de poeta, lo más corriente es que
asista a estas diversiones con aire indiferente o irónico. Intentaré despertar
en el rey otro interés más carnal que el teológico. Pero es tan soso el pobre…
Pienso que debe existir un amor que eleve el alma del hombre que lo experimenta, que dé
a su vida un por qué y lo conduzca a realizar las más locas tareas. En cuanto a
nosotras bastará con que le concedamos al caballero algunos minutos de
conversación, una sonrisa, o algún objeto de nuestro uso particular. Nosotras
no seremos jamás para uso y servicio de ellos. Nuestros enamorados, porque
siempre habrá más de uno, tienen que ser jóvenes, ricos, de buena cuna. Deben
ser nuestros vasallos, sin esperanza de recompensa inmediata. Nosotras
decidiremos cuando y como satisfacerlos, porque les daremos por placer lo que
debemos conceder a nuestros esposos por obligación.
Quiero que mis reglas del amor cortesano sean tan
excelentes, delicadas y perfectas como los jardines en donde el enamorado
galantea a su dama. De acuerdo con mis normas el romántico caballero debe ser,
ante todo, cortés. Por mucho tiempo que la dama le niegue sus favores, él debe
seguir cortejándola sin desmayar, aunque la dama no sea libre para conceder
sus favores, en el caso que ya esté
casada - esta es mi situación – en matrimonio a un hombre que nunca la ha
satisfecho como tal. Eventualmente, la dama cederá aunque siempre se mantenga
la creencia de que las relaciones entre ella y su eterno enamorado son
platónicas.
En mi corte de amor se dirimen cuestiones
sentimentales tan complicadas que las mismas se prestan a intrigas largas y difíciles,
casi hasta discusiones jurídicas. Lo esencial en cada caso es saber quién tiene
la razón, si el enamorado o la enamorada. Pero… ¿se puede saber quién puede
tener la razón si el corazón tiene razones que la razón no comprende? He
decidido que cuando un debate amoroso llegue a ser demasiado arduo, se debe
convocar a una gran dama, a veces incluso a la propia Reina, que soy yo, para
resolver, de manera pacífica, el conflicto. Esta es
la parte que más me gusta. Resuelvo la situación siempre explicando de mil
maneras los motivos de mi decisión. Me
divierte desconcertar a los litigantes y al resto de los cortesanos.
Voy a cambiar la
austeridad que siempre reinó en esta casi adusta corte francesa. Voy a
introducir las costumbres frívolas de mi tierra. A pesar de su conducta de
penitente, Luis no puede negar que siente pasión por mí. Bueno, digamos pasión
de cenobita. Yo sé que ejerzo una considerable influencia sobre él. Soy bella,
caprichosa, coqueta, frívola y Luis me adora.
Para mí es muy fácil provocar sus celos. Estoy continuamente acompañada por
caballeros que dentro de las normas del Amor Cortesano me consideran su dama y
luchan por mí en los torneos.
Es costumbre
medieval que las damas entreguen una
pañuelo o un estandarte a sus caballeros para que éstos demuestren por quien
luchan y para darles suerte. Es así como uno de los más jóvenes, bellos y
atrevidos caballeros de mi corte, llamado Saldebreuil, ha elegido ponerse bajo mi protección. Se dirige hacia mí y con una galante
reverencia me pide una prenda para tener suerte en el próximo combate donde él tomará parte. Le doy una de mis
camisas preferidas, la que ostenta un bordado: es una corona real sobre la
leyenda Leonor Regina. Le pongo como requisito que cuando luche vista la prenda
real sobre su cuerpo totalmente desnudo. Para mi gusto y placer, este juego
entre Saldebreuil y yo se está volviendo peligroso cuando él con toda su
simpatía y descaro me dice, con una maravillosa sonrisa de joven macho cabrío, que
acepta la condición siempre y cuando, en el caso de ser herido, solamente sea
curado por la Reina de Francia. Me sorprende y me cautiva tanta audacia. Accedo
de inmediato a su pedido.
Me avisan que
Saldebreuil ha sido herido y está en su tienda de campaña esperando ser curado.
- Ya voy, mi
galante caballero, ya voy a curar tus heridas. Prepárate porque evidentemente
he de sacarte la camisa.
Me estoy vistiendo
para asistir a la comida que el Rey tradicionalmente ofrece celebrando el éxito
después de cada torneo. Mis damas de compañía me miran azoradas. Una de ellas,
madame Rochàs, la más antigua a mi servicio, es la única que se atreve a
preguntarme si voy a presentarme en la fiesta que se celebra esta noche tras el
torneo, con el vestido que llevo puesto.
- Por supuesto
que sí, mi querida Annaïs. ¿No me queda bien la camisa bordada que esta mañana
le obsequié a mi caballero? Además está mucho más llamativa con las manchas
rojas que la adornan, ¿no os parece?
He llegado al
salón de los banquetes. Hago mi entrada, rodeada por mis damas. Soy feliz.
Todos me miran. Mi esposo también. Todos y todas comienzan a murmurar… menos mi
esposo. ¡Pobre Luis VII, Rey de Francia! No
dices nada porque los celos y la ira te han dejado mudo. Ser el Rey de
Francia no te ha hecho más atractivo ni más seductor ni más mundano.
Leonor víctima de las noches orientales
Afortunadamente
Alicia está conmigo en París. Ella es un año menor que yo. Obviamente vive en
palacio, es parte de la Corte de Francia. Dicen que no es tan bella como yo.
Puede ser, lo que no se puede negar es que Alicia es graciosa y de sangre cálida.
Yo se que,
siguiendo mi ejemplo mira a los jóvenes condes que frecuentaban el palacio.
Aunque no sigo muy de cerca el protocolo real, a veces debo cuidar las formas.
Alicia no tiene ese problema. Ella es simplemente mi hermana. Sé que está muy
interesada en el caballero Raul de Vermandois. La muy tonta no sabe cómo hacer
para interesarlo. Creo que la instruiré al respecto. Le diré que está noche se
introduzca subrepticiamente en las habitaciones de Vermandois, que aproveche su
aspecto de niña precoz y sea ella quien seduzca al buen mozo. Segura estoy que
de ahí en más serán amantes.
Ya es noche. El
silencio nocturno comienza a invadir el palacio. Mis damas, duchas en estos
menesteres, han acercado a Alicia hasta el cuarto donde descansa el hombre de
sus deseos. Mi plan amoroso, como siempre, funciona. Pero hay algo que me
preocupa, algo que no tuve en cuenta. Tanto mi hermana como Raúl no son hábiles
para lograr sus fines sin que se enteren oídos indiscretos. Hasta mis aposentos
llegan ecos imprudentes de la manifestación
del placer que la concreción de su amor produce en ellos. Seguramente
nadie dormirá esta noche en el castillo.
Inesperadamente
mi esposo ha venido a visitarme esta noche. ¡Justo esta noche! Quizá comenzó a
sentir los efectos afrodisíacos de esta
algarabía juvenil. Hace tanto tiempo que duermo sola que me vendría bien
un poco de movimiento. Pero no… a Luis le es imposible concentrarse en sus
deberes maritales. Su pacata indignación me causa risa. Mojigato, excesivamente
escrupuloso, mis carcajadas lo están molestando y lo mantienen insomne toda la
noche. Me voy a dormir mientras él se persigna cada vez que llegan a sus oídos
quejidos de placer de las habitaciones inferiores.
Mi buena Annaïs acaba de despertarme. Me cuenta que muy temprano Luis,
enfadadísimo, abandonó mi recámara. Otras
de mis damas me informan que el rey escandalizado e indignado ha llamado a Raúl para reprenderlo por su lascivo
comportamiento.
Me levanto y
echándome una robe encima de mi camisón me dirijo hacia los aposentos reales.
No quiero perderme la situación, no para divertirme sino porque me preocupa la
reacción de Luis en lo que pueda herir a mi hermana. Asisto a la reprensión
vehemente y prolija de un soberano hacia uno de sus vasallos. ¡Tonto caballero
este Vermandois! Para aplacar las iras
reales Raúl murmura que se casará con la
ardiente Alicia. Luis le recuerda que él está casado con Gilberta de Champagne.
Raúl lo mira consternado y no sabe que responder. La pregunta real es lógica,
aunque a mí no me convenga. ¿Por qué el caballero decide rechazar a su esposa
en lugar de terminar su relación con la hermana de la reina? La respuesta
encoleriza más al monarca. Venmardois responde que su decisión se debe a que
acaba de darse cuenta que él y Gilberta son primos en un grado prohibido por la
Iglesia.
Yo sé que esta
historia es pura invención y no
prosperará. Pero deseo que mi hermana sea feliz, así que he de ayudar a los
amantes.
Ya hace dos meses
que abrí mi monedero, abultado gracias a Dios, y hoy veo los resultados de mi
generosidad. La junta de los obispos y otros eclesiásticos de la Iglesia
católica, todos amigos míos y de mi hucha, después de deliberar casi sesenta
días decidieron declarar ilícita la unión de Raúl con Gilberta.
Ahora falta que
bendigan la unión matrimonial de Raúl con Alicia. Espero que esta misma tarde
los casen.
Me informan que
Gilberta, se ha quejado ante su tío,
Teobaldo de Champagne. Lástima que no podamos ser amigas, me gusta Gilberta
porque no es una mujer temerosa y lucha por defender sus derechos. Pero así es
la vida, no todo el mundo quiere a todo el mundo.
Nunca pensé que
un caballero de menor rango como es Teobaldo, enfurecido al ver como la Corte
de Francia trata a su sobrina, declarase la guerra al Rey de Francia.
Estoy preocupada
porque llegan a palacio noticias de
violentos combates entre los dos ejércitos. Siento intranquilidad, temor, angustia por la
situación y el carácter de Luis. Yo lo conozco muy bien. Es calmo y sosegado
pero violento e irreflexivo en sus momentos de ira. No conmigo, por supuesto.
Desde un principio yo he dominado en nuestra relación. Es claro, la nuestra es
una relación entre dos personas, una de las cuales está perdidamente enamorada
de la otra. Las noticias que llegan son alarmantes. Luis VII ha sitiado Vitry
y, en un momento de furia, ha ordenado
incendiar la ciudad. Mil trescientas personas han muerto quemadas.
Espero el regreso
del rey con cierto recelo. Ignoro cómo será este encuentro entre nosotros. Sé
que cuando Luis recobre su sangre fría sentirá grandes remordimientos por tal
hecho. No me equivoqué al esperar su
retorno con preocupación. Luis, delante de toda la Corte, nos ha señalado a
Alicia y a mi ser la causa inmoral de esta guerra y las responsables de la
masacre de Vitry.
Jamás te perdonaré, cobarde esposo mío, la
humillante situación que tanto a mí como
a mi hermana nos has hecho pasar frente a toda la corte. ¡Jamás!
Ya me aburrí del
pusilánime amor que recibo de ti, Rey de Francia, hombre sin valor ni espíritu.
Estoy sedienta de emociones. Quiero ir a
Oriente, quiero ver a mi tío Raimundo que está en Antioquía, quiero conocer
esas ardientes tierras. Voy a pensar
cómo puedo conseguir mis propósitos.
¡Ah, que
maravillosa idea se me acaba de ocurrir! Aprovecharé la situación y me cobraré
con creces la degradante situación que me hiciste pasar frente a mis
cortesanos.
Estoy en la villa
de Vézelay. Llegué vestida como amazona,
galopando sobre un caballo blanco. En el camino desde París a Borgoña hablé con
los peregrinos, urgiéndoles unirse a las cruzadas. Ahora, ya en la Catedral de
Vézelay me arrodillo ante el Abate Bernardo de Clairvaux. Y le ofrezco mil de mis vasallos para luchar
como soldados para la Segunda Cruzada. Mi plan está funcionando. El Abate
acepta mi ofrecimiento. Ahora es momento de aprovechar las situaciones
ocurridas en la corte para convencer a mi timorato consorte de partir hacia
Oriente. Le sugiero al Abate que viaje conmigo hacia Paris para confesar al
Rey, que está muy apesadumbrado por lo sucedido en Vitry. El Abate acepta.
Luis se confiesa con el Abate Bernardo
de Vézelay, quien le sugiere como penitencia que combata contra los infieles en
Palestina.
¿Cómo pude por un
momento dudar de poder hacer mi
voluntad? Yo soy una mujer que puedo afirmar mi independencia porque tengo mis
tierras y mi dinero.
Luis está
compenetrado en la preparación de la Segunda Cruzada. Un poco para rescatar el
Cáliz Sagrado y mucho para cumplir su penitencia y lavar su conciencia. Es el
momento ideal para decirle que no lo voy a acompañar, que quiero quedarme en
tierras francesas. Tal como lo calculé, el Rey me ordena que lo acompañe. Yo,
como devota esposa que soy, decido acompañarlo aún “contra mi voluntad”. No sé
si Luis a esta altura de los acontecimientos sigue tan perdidamente enamorado
de mí. Lo que sé es que está celoso y conoce mi fogosidad. Imagino que cree prudente llevarme a
Jerusalén y no dejarme sola en Francia porque recela de tener un hijo varón,
heredero al trono de Francia, del cual él
no haya aportado su semen.
¡Pobre rey de
Francia! ¡Ingenuo esposo mío! El peligro
no está a orillas del Sena, el riesgo está en Oriente, en Antioquía, más
específicamente en la presencia de quien fuera mi tutor y mi primer amor, mi
tío Raimundo de Toulouse. ¿No te has dado cuenta ascético soberano que ha sido
el deseo de volver a ver a mi tío el motivo de mi afán en contribuir a la
concreción de la Segunda Cruzada?
Hoy, 1 de junio
de 1147 Anno Domini, Luis y yo partimos hacia Tierra Santa. Hace menos de dos
años he dado a luz a mi primer hija, María. No me preocupa dejar la niña a cuidado de su aya. La dama
encargada de cuidar la crianza y educación de mi hija es mi vieja y querida
Annaïs .
¿Será posible que
cualquier decisión, cualquier emprendimiento, cualquier audacia mía escandalice
a toda Europa? El Rey Luis lleva junto a sus huestes los mil caballeros del ducado
de Aquitania que oportunamente le ofrecí al Abate Bernardo.
Los mil vasallos prometidos por mí al Abate Bernardo
parten rumbo a las Cruzadas.
Yo, por mi parte,
llevo más de trescientas mujeres, entre damas y sirvientas. Mis damas y yo
misma estamos vestidas como amazonas. Nuestra misión, y digo nuestra porque
poseo y ejerzo la autoridad suprema e independiente del mismo, es “atender y cuidar los heridos". Mis
amazonas saben que aunque vestidas con armaduras y portando lanzas, nosotras no
lucharemos. Nuestro cometido es entretener a los guerreros y cuidar a los
heridos.
Nunca pensé que
este viaje me iba a divertir tanto. Es que mi presencia, las de mis damas y los
carromatos cargados de sirvientas enervan los santurrones pensamientos
eclesiásticos. La iglesia, que ha sido rápida para aceptar mi ofrecimiento de
dinero y vasallos guerreros, se muestra menos feliz con respecto a las damas.
Ya hemos
atravesado Alemania, Belgrado y estamos a las puertas de Bizancio. Ya siento en
mi sangre los efectos de las cálidas noches orientales.
Estamos entrando en Constantinopla. Sale a
recibirnos el emperador bizantino. Se llama Manuel. Mide toda mi persona
mirándome desde la cabeza a los pies. Me doy cuenta que quedó a primera vista
prendado de mi figura. No pierdo el tiempo en reverencias cortesanas. Decido
devolverle la mirada sosteniendo mis pupilas verdes, sin un pestañeo, fijas en
sus profundos ojos negros de lince moruno.
Sé que he despertado en el emperador su famoso apetito desordenado por los deleites
carnales.
Me cautiva la
vitalidad de Manuel y sus súbditos. No he de desdeñar sus atenciones para
conmigo. Es más, las retribuiré con creces. El brillo de los ornamentos, los
paisajes exóticos, las esencias y los sonidos de la cultura bizantina ejercen
una irresistible influencia en mi ánimo. Es todo tan atractivo. ¡Y sus
costumbres son tan distintas a las francesas! Decido no perderme ninguna
fiesta, ningún banquete o torneo, Y sus danzas son tan sensuales que despiertan
todas las sensaciones de los sentidos.
Como siempre este
pelmazo de Luis decide que debemos partir de inmediato hacia Efeso. Seguro que
tanta diversión es contraria a la penitencia que aún debe cumplir para lavar su
pecado de guerrero desalmado. Pero
también me pone de buen humor saber que embarcando en Efeso iremos
navegando hasta Antioquía, donde está mi adorado tío Raimundo. Llegamos a
Antioquía pero para mi pobre “coronado” esposo real las cosas empeoran. Luis y
yo vivimos en un sube y baja de emociones. Cuando él sufre yo me regocijo,
cuando yo padezco, él festeja.
Nos recibe mi tío Raimundo de Toulouse quien es el
Príncipe de Antioquía. Nos aloja en su espléndido palacio.
¡Qué buen mozo
está mi tío! ¡Cuántos recuerdos, todos tan gratos, cuántos momentos felices
vuelven a mi memoria! Mi tío se muestra muy galante, tan galante conmigo que no puedo menos que renovar nuestra “profunda” y “afectuosa” amistad…
Juntos
revivimos los tiempos pasados en
Occitania. Nos comunicamos en lengua
occitana, cabalgamos juntos, damos fiestas en común y nos encontramos a solas en innumerables
ocasiones.
Me estremezco al
comparar el aspecto físico de mi esposo con la de mi tío Raimundo. Mi tío es
apuesto, impetuoso, fornido y un valiente caballero. ¡Pensar que tiene 45 años
cumplidos!
Lo veo y me muero
de pasión. Tiene la estampa del perfecto galán. Siempre con su bella cabeza erguida, montado sobre un caballo que parece más
grande que lo normal, y sus varoniles manos sobre el pomo de la silla.
Raimundo, con sus
cuarenta y cinco años, es fuerte y
guerrero; Luis, de apenas veintiocho
años, es débil y cobarde.
El calor me agobia de tal manera que no
puedo dormir de noche. Los afrodisíacos
efectos del clima y la indiferencia de Luis, quien me ha dejado dormir sola desde nuestra salida de Francia, despiertan mi naturaleza
dormida. ¿Puede alguien criticarme por mis actitudes, por mis elecciones, por
querer vivir mi vida? Pero nunca faltan obsecuentes que quieren ganarse la
simpatía del rey. Así le calientan la oreja diciéndole que muchas noches recibo
la visita de un hombre - ¿será siempre el mismo? – que entra furtivamente a mis
aposentos. La mente de Luis comienza a elucubrar juicios basados en indicios y
observaciones. A mí me tienen sin cuidado las conjeturas del rey. Me las
imagino, rondando la cabeza del frígido hombre, y me divierto: ¿Quién es el misterioso amante que abandona la real
alcoba antes del alba? ¿Un infiel? ¿Un cruzado que no puede resistir su deseo?
¿Su tío Raimundo? ¡Misterio!
Sea como fuere, siempre me las arreglo para
tener a la mañana siguiente un aspecto tan radiante que alimente las sospechas
del rey.
Esta noche tío Raimundo y yo estamos hablando.
Él me cuenta de los negocios que tiene en Siria. Estamos tan cerca
el uno del otro que nuestros alientos se mezclan. De repente aparece Luis. En
un ataque de celos, no puedo decir que carentes de fundamento real o racional,
me increpa delante de Raimundo. Quiero evitar una pelea entre ellos, así que le
pido a Luis seguir discutiendo en nuestras habitaciones. Los celos de Luis se potencian pues se sabe un marido engañado. Me acusa de
tener un comportamiento indigno de una reina. Más que eso, mi comportamiento no
es de una reina sino de una prostituta. Me ordena que lo acompañe de regreso
hacia Jerusalén, viaje que haremos de
inmediato.
No acepto su orden y lo desafío abiertamente. Le pregunto
si es más importante para él que me comporte como reina que como esposa. Quiero
que me diga si es para él más importante ser rey que esposo. Yo antes que reina
soy mujer y como tal, víctima de un hombre poderoso a quien yo ya no amo.
Luis me mira
asombrado. Me ordena abandonar Antioquia junto con él. Me grita que yo olvido
muy fácilmente que soy su mujer.
Este discurso de
marido despechado me enoja y despierta en mí un sentimiento negativo.
Siento que es una injusticia, que él me
exija que yo sea su mujer cuando él desde hace tiempo ha olvidado ser mi
hombre.
Luis ya fuera de
sí me sigue gritando. ¡Pobre tonto! Yo nunca toqué a nadie de tu familia
haciéndolo responsable de tu conducta hacia mí. Por eso cuando me dices que soy
una mujer viciosa hija de una familia de perros incestuosos, decido contestarte
cruelmente para hacerte sufrir.
- Sabes Luis, tú que eres la castidad en persona, que nuestro lecho es sacrílego porque somos
parientes en un grado prohibido por la Iglesia.
Se me ocurrió en
el momento decir esto y creo que he
encontrado, sin pensarlo, la salida a esta situación mía que ya no puedo
soportar más. Lo veo a Luis
palidecer intensamente pues es muy
respetuoso con las leyes de la Iglesia. Ya no grita, y en voz baja y temblorosa
me dice que de ser así sólo ve una salida: el divorcio.
Solución que
acepto de inmediato ya que me siento
casada con un monje no con un rey.
Después de la
discusión, vuelvo a mi habitación. Esta noche es una noche excepcional para mí.
Es la primera noche desde que estoy en Antioquía que duermo sola, sin ninguna
compañía masculina.
Ya vamos camino a
Jerusalén. Extraño las voluptuosas noches de Antioquia. No quiero
hablar más con Luis. Ahora si él espera
que desde nuestra salida de Antioquia un comportamiento impecable de mi parte,
está muy equivocado. En un alto del camino salgo a cabalgar
con mis amazonas. Nos encontramos con un pueblo nómada. Son los Jevsuris. Nos
invitan a sus tiendas. Mis damas y yo aceptamos. No tardamos en confraternizar
con nuestros nuevos amigos. Mi
cansancio, fastidio y tedio, originados por disgustos con Luis y la perspectiva
de un retorno a un París que me deprime, pronto van a desaparecer. He decidido
enseñarles a los hombres las bases de los duelos y torneos cortesanos y a las
mujeres mostrarles cómo prepararles los trajes adecuados para esos menesteres.
Como siempre que
hallo una actividad que me distrae y divierte, aparece el rey de Francia y
trunca ya sea mi goce carnal o mi disfrute espiritual.
Estoy muy enojada y necesito canalizar mi
rabia. Se me ocurre que sería muy interesante huir de Luis y toda la soldadesca
que lo acompaña. Pienso que si puedo alejarme deprisa de todos estos cruzados,
podría llegar a un puerto seguro y embarcarme en una galera. A lo mejor llegar
hasta Egipto y encontrarme con Sal al-Din. Dicen que a pesar de su juventud
muestra cualidades sexuales que de ordinario son más tardías. Tengo curiosidad
por conocerlo. Pero hay algo que me hace pensar. ¿Cómo una mujer como yo ha de
entregarse a un casi niño?
No, no iré en su búsqueda. Recuerdo que tío Raimundo me ha hablado del
gobernador de Siria, Nur al-Din. Me ha dicho que es un guerrero gran
prestancia. Y que es muy respetado por su valentía Me contó que él y su hermano
Sayf al-Din fueron llamados por el Emir de Damasco para que obligasen a los
cruzados a levantar el sitio de la ciudad. Los dos llevaron a sus soldados con
tanta inteligencia que lograron su cometido.
Esto es lo que preciso. Un hombre hecho y derecho. Ya a estas alturas
poco me importa la derrota de los de la cruz. Yo solamente quiero vivir
aventuras y si es posible con los más valientes aventureros.
Sola no puedo
llevar a cabo esta aventura. Llevaré a mis damas blancas, conmigo a la cabeza.
No dejaré que venga ningún hombre. Llegaremos hasta los soldados turcos y “entraremos en batalla” contra ellos.
No, no tengo que
ser tan tonta. Es imposible llevar a cabo tamaña aventura. Necesito hacer algo
que me entretenga. Voy a cambiar de parecer. Le sonreiré a a Luis y comenzaré
a hablarle. A lo mejor ahora que quedó
tan lastimado en su virilidad intentará
demostrarme lo hombre que es y me visitará. Si es así, lo recibiré con los
brazos abiertos. No tengo por ahora otra forma de pasar el tiempo.
Mi esposo pasó
una noche de gozo carnal. Yo no. Pero traté de convencerlo que la idea del
divorcio es el único camino que nos queda para que nuestras almas no se quemen
en el infierno. Suerte que Luis es tan influenciable que a pesar de esa noche
de placer no cambio sus intenciones de divorciarse de mí.
Estoy retornando
a Francia. Es un viaje distinto al de ida. El barco que me transporta ha
entrado al puerto de Sicilia. El Rey Luis VII de Francia, mi esposo que vuelve
a Francia en otra nave, me envía un emisario portador de una noticia
desagradable: el Príncipe de Antioquía, Raimundo de Toulouse, ha sido muerto en
batalla y su hermosa cabeza coronada de rubios cabellos, ha sido enviada por el
gobernador de Siria, Nur al-Din, al
Califa de Bagdad como trofeo de guerra.
Luis VII, rey de
Francia, ¡puedes ser muy cruel cuando te lo propones!
Luis y yo nos
encontramos en Sicilia. Apenas desembarco me entero que él está reunido con su
consejero, el abad Suger, tratando el asunto de nuestro divorcio. No me gusta
nada este personaje. El abad es muy buen político y tiene mucha influencia
sobre las decisiones reales. Hay tan buena relación entre ellos que ha sido
regente del reino en ausencia de Luis VII.
Segura estoy que
se opondrá a los deseos del Rey de divorciarse de mí. Este viejo monje es muy
hábil para lograr artificiosamente cualquier beneficio. Es casi tan astuto como
lo soy yo cuando quiero conseguir algo.
Una de mis damas
es la amante de un paje de cámara de Luis. La instruiré para que le pida a su querido que preste atención a la conversación
del Rey con el abad, así luego me informará sobre la misma, Será fácil para
este muchacho, ya que sus funciones le permiten estar en todo momento junto al
Rey.
Estoy bordando
una tela que traje de Bizancio. La trama es sencilla, tan sencilla y fácil de
realizar que mi mente, libre de toda otra preocupación, vuela hacia el Oriente
y me trae recuerdos de Manuel, el gobernante bizantino con quien pasé tan
agradables momentos. Ya comienzo a sentir ardores que desaparecen cuando me
avisan que acaba de llegar Rolando, el paje de cámara del Rey. Dejo la labor,
estoy ansiosa por escuchar su información. Lo hago pasar y comienzo a prestar
atención a su relato. Me dice que apenas el abad escuchó la serie de palabras y
frases empleadas por el rey en su discurso,
manifestando lo que siente y lo que ha decidido con respecto a su
matrimonio, palideció y comenzó a mover su encapelada cabeza de izquierda a
derecha. Ante ese gesto, el rey se calló y fue el Abad quien nerviosamente,
comenzó a hablar.
Estoy tan ansiosa
que le exijo al paje me relate todo de
una sola vez, sin detenerse nada más que para respirar. Rolando me cuenta que
el prelado le advirtió al rey que piense que si los reyes se divorciasen, la
reina Leonor recuperaría los territorios que aportó como parte de su dote. Y para hacer las cosas peor, su majestad la reina
sólo tiene 25 años, puede volver a casarse y con algún enemigo de Francia. Por
lo tanto el Abad, a pesar de todos los sacrilegios cometidos por la real
esposa, dejando de lado sus escrúpulos religiosos, le aconsejó al Rey que no se
divorcie hasta su regreso a tierras francesas.
Luis decide
esperar. Mis ardores no menguan.
Llegamos a Roma donde nos espera el Papa. Éste, prevenido por Suger, les
dice que entre nosotros no existe problema de consanguinidad y nuestro
matrimonio es válido. Luis, quien a
pesar de todo sigue enamorado de mí, se
pone muy contento y ordena reiterar nuestros
votos matrimoniales, celebrando
de inmediato una nueva boda conmigo.
¡Es de no creer!
Si bien no puedo no aceptar – está la voluntad del Papa de por medio – tampoco
quiero rehusarme. Es que tanto tiempo sin sentir la mano de un hombre sobre mi
pecho ha enardecido mis necesidades y encendido mis pasiones. Esta noche mi
nuevamente regio esposo pone tal esfuerzo en el lecho que pienso que las
bendiciones papales han llegado al cielo.
Desde hace algunas semanas no me siento muy bien. Supuse
que fue el cansancio de tantos viajes lo que me tenía agotada. No, no es
cansancio, es embarazo. ¡Es de no creer!
Le comento a Luis
la novedad y él está tan alborozado que no pierde tiempo en reunir a la corte
para anunciar que la reina Leonor está embarazada.
Somos un hombre y
una mujer, ni siquiera una pareja, que simplemente han vuelto de una aventura
en tierras lejanas y por esas cosas que suceden entre un hombre y una mujer
hemos engendrado un hijo. Somos envidiados por muchas testas coronadas porque hemos
cumplido un sueño que es ambicionado por tantos otros príncipes. La corte de
Rey francés es la más reluciente en el mundo occidental.
Han pasado nueve
lunas. Acabo de dar a luz a una niña. Mi segunda hija. Yo misma no me
reconozco. Desde hace unos meses me he convertido en una esposa modelo. Pero
Luis no es un esposo modelo. Sólo es un rey escrupuloso y piadoso.
Tengo 28 años de edad. Soy una reina, dicen, de una
belleza famosa quizá por ser la más bella de mi tiempo. Mi esposo ha vuelto de
la cruzada más religioso y acético en su carácter; yo soy cada vez más coqueta y ligera de espíritu. Nuestro matrimonio no es fácil, nunca lo será. Le he dado
a Luis dos hijas, Marie y Alicia, en 14
años de matrimonio, pero no un hijo varón. La ausencia de un heredero, un hijo
varón, hace pensar a Luis que no es mala
idea replantearse la posibilidad de un divorcio. Su reino está antes que su
matrimonio, su deber de rey está antes que su papel de esposo, no importa si
está enamorado de mí o no.
Ya no aguanto más
esta situación. Me disgusta mi presente vida unida a un marido beato, neutral, frío, sin pasión,
celoso y no muy aficionado al deporte erótico. No voy a frenar mi deseo de
seducir y complacer – ¿o complacerme? – cometiendo “imprudencias” con jóvenes señores invitados
a palacio. He de mostrarme como soy y como me gusta ser, sensual y coqueta. A
lo mejor consigo enojar tanto a Luis que al final opte por el divorcio.
¡Qué felicidad y
por partida doble!
Ayer me dieron la
noticia que Luis, disgustado y colérico por mi comportamiento, no habló con
Suger sino con un grupo de obispos amigos suyos y enemigos del Abad. Estos
obispos le aseguraron que hay consanguinidad entre nosotros y que nuestro
matrimonio es nulo.
Hoy conocí a
Godofredo de Anjou. Es un hombre ambicioso, guapo y galante. Godofredo es
vasallo del rey de Francia. Me comentó que había pensado quedarse poco tiempo,
el necesario para cumplir con su propósito de prestar juramento solemne de
fidelidad al rey y obligarse al
cumplimiento de cualquier pacto con él frente a la corte francesa. Pero que al
conocerme cambió de idea y decidió prolongar su estadía en Paris. Hace ya casi
un mes que Godofredo está viviendo en palacio. La ceremonia de homenajear al
rey de Francia frente a la corte se ha postergado todo este tiempo porque
Godofredo decidió llamar a su hijo, Enrique, para que ambos, padre e hijo,
presenten sus respetos y juren fidelidad al rey. Yo me siento muy bien porque
mi amistad con el de Anjou ha derivado en una activa situación sentimental que
me hace mucho bien. He decidido no esconder mi “amistad” con Godofredo pues ya
estoy segura que mi divorcio de Luis VII no tardará mucho en producirse.
Godofredo está
conmigo en mi recámara esperando a su hijo. Me dice que el nombre del muchacho
es Enrique, Enrique de Plantagenet, conde de Anjou y de Touraine y nieto de
Enrique I de Inglaterra. Mientras esperamos la llegada de Enrique, Godofredo me
cuenta que los Plantagenet sienten orgullo de su estirpe y no pueden evitar que
sus actos de alguna manera estén regidos por sus orígenes que se dicen son
sobrenaturales, oscuros y demoníacos.
Esta leyenda, que impone un temeroso respeto a
sus gentes y a sus enemigos, enciende en mi pecho una pasión rayana en la
obsesión. ¡Qué hombre Godofredo!
Una de mis damas
introduce a mis habitaciones a un joven tan guapo y tan fuerte como su padre.
No puedo dejar de comparar al joven con el que me casé y quien es aún mi esposo
– Dios quiera que por poco tiempo - cuando él tenía casi la misma edad que este
mocetón.
Godofredo ha
salido de caza con parte de la comitiva real. El rey no ha tomado parte de la
cacería aduciendo un fuerte resfriado. ¿Serán celos? Bah, ya no me importan sus
celos. Lo que me importa es que Enrique ha venido a visitarme.
Estamos conversando amorosamente mientras
nuestras miradas se sostienen en un profundo y significativo contacto visual.
De los ojos descendemos hasta nuestros labios. Sus labios queman los míos con
besos que no me dejan pensar. En cada beso suyo me siento desmayar. ¡Adoro la
audacia de este joven!
Godofredo y
Enrique han partido. El palacio me parece vacío sin ellos. Decido viajar hacia
Blois. De cualquier modo no tengo tiempo de extrañarlos. Acaban de avisarme que
ha fallecido el abad Suger y que de inmediato los obispos enemigos de Suger
dictaminaron en el concilio de Beaugency
el divorcio del Rey Luis VII y Leonor de Aquitania. ¡Al fin!
Estoy muy feliz. Que satisfacción experimenté
cuando me enteré de la noticia Estaba harta de ese marido demasiado escrupuloso
y piadoso, que pasaba sus días rezando y vigilándome. Ahora podré retomar mi
sueño tanto tiempo postergado: volver a organizar otra corte de amor con trovadores y
mujeres hermosas.
Pero debo ser
cuidadosa. Debo pensar como lo hiciera mi padre, el duque Guillermo de
Poitiers. De acuerdo a las costumbres feudales, yo retengo para mí las
posesiones de Aquitania, lo que significa que desde ahora soy otra vez una
joven y bella duquesa soltera, que posee
un tercio de Francia.
Seguro que tendré
numerosos pretendientes. Debo mantener mi cabeza en su lugar. ¡Ay, si por lo
menos viviese mi tío Raimundo! No tengo
quien me aconseje sobre las condiciones de mi esposo para divorciarnos,
condiciones que debo aceptar. Tengo que firmar
varios acuerdos. Debo comprometerme a no
casarme de nuevo sin el permiso del rey de Francia y debo dejar transcurrir un
año antes de una nueva boda.
Lo primero que
haré es refugiarme en mi castillo de Poitiers. Lo segundo es enfriar mis pasiones
para pensar con la cabeza y no con los ovarios. ¿Podré?
Reina de Corazones, Esclava de Pasiones.
Estoy apoyada
contra la verja de una de las ventanas de mi castillo. Es una hermosa mañana.
Veo acercarse a un joven que conozco muy bien. Nos hemos amado muchas veces en
mis habitaciones del palacio en el que vivía cuando era reina de Francia. Fue
hace no mucho tiempo, en el pasado verano parisino. Pero el tiempo no se mide
por el calendario, se mide por los momentos en que he deseado febrilmente sus
labios volver a besar.
Lo miro llegar y
confirmo mis recuerdos sobre su estampa juvenil. Es guapo, con cuello de toro,
cabellos rojos y cortos, cara pecosa, fuerza volcánica, maneras cautivadoras. Me seduce su atractiva tosquedad, sus
palabras tiernas contrastando con su masculinidad, su conocimiento de las
buenas letras y de la música.
Enrique de
Plantagenet… has llegado hasta mi puerta. Te he requerido por medio de una
carta y has venido de inmediato. Eres once años más joven que yo pero eso… ¿qué
importa? A pesar de nuestra diferencia de edad, estoy tan segura de mi misma
que no te preguntaré si estás sinceramente enamorado de mí.
Muero por ser tu esposa. Tengo miedo de perderte.
Tengo miedo que te vayas y no vuelvas más. Estoy tan excitada y ansiosa. Quiero celebrar nuestro
matrimonio en Poitiers. Ya mismo, si fuese posible
No tengo más
paciencia. Han pasado dos meses desde el concilio de Beaugency. Mañana nos casaremos. No
sólo seremos esposos sino amantes... y para toda la vida.
Enrique me ha
dicho que no tenemos porque comunicarle nada a Luis VII, porque si bien él es
el rey de Francia, nosotros poseemos la autoridad suprema e independiente del
amor y del deseo.
¡Cómo te amo,
Enrique Plantagenet!
Nos casamos en
primavera, en el mes de mayo de este
año; estamos en el mes de octubre de este mismo año, es otoño. Pero este año el
otoño no es triste ni gris. Es alegre y dorado. Ha nacido nuestro primer hijo. Enrique aceptó llamarlo
Guillermo, como mi padre. Es un robusto varón, sano y completo. Con Luis nunca hube
conseguido una maternidad tan plena y feliz.
Mientras amamanto a mi hijo Guillermo, no dejo de mirar a
mi esposo Enrique. No sólo lo amo por su físico, lo amo por su lustre de
sangre, por su bizarría, por su amor hacia mí.
Las cortes reales tienen ojos, oídos y lenguas dispuestas
al cotorreo. Enrique nunca se sinceró conmigo contándome de la opinión de su
padre sobre nuestra situación. Annaïs, quien era mi dama de confianza en la
corte de Luis, me contó que escuchó al padre de Enrique advertirle que no me tocara, "primero
porque ella es la esposa de tu señor Luis, rey de Francia y segundo porque yo... la he conocido
íntimamente."
Pero, ignorando
el consejo de su padre, Enrique, con la soberbia de su juventud y la audacia de
los Plantagenet "presumió de haber
dormido con la reina de Francia, mientras la tomó de su propio señor para
casarse finalmente con ella”.
Godofredo, quiso disuadir a su hijo de su relación
conmigo. Me pregunto si se había enamorado tanto de mi persona o si eran celos
del padre hacia el hijo.
Annaïs me contó que en un momento dado, ya hablando solo,
porque Enrique se había ido del lugar de la discusión se preguntó “¿Cómo podrá algo
afortunado”, “surgir de esta copulación?”
Querido Godofredo, la primera cosa que surge --sólo cinco
meses después de mi matrimonio con tu hijo -- es un robusto niño que se llama
Guillermo como mi padre.
¡Soy nuevamente reina! ¡Reina de Inglaterra! Esta vez soy coronada en la Abadía de
Westminster por el Arzobispo Teobaldo.
Ahora mi Aquitania se une a Inglaterra y mi adorado Enrique hace realidad el sueño de su abuelo: un estado Anglo-Normando
unido. Como Rey de Inglaterra, duque de
Normandia y Aquitania, conde de Anjou y de Maine, Enrique Plantagenet, de 21
años es el más gran gobernante en el
mundo.
Enrique sabe de mi propósito de participar, junto con
él, en la política de nuestro estado
Anglo-Normando. Me acepta a su lado, aunque dice que la política no me tiene
que interesar Sostiene que son mis celos los que me hacen cruzar con frecuencia
el Canal de la Mancha acompañándolo en sus constantes viajes para impartir
justicia tanto en Inglaterra como en sus
posesiones continentales. Yo trato de hacerlo feliz brindándome toda a
él y cumpliendo con mi deber de reina
medieval produciendo herederos al trono, dando a luz los frutos de nuestro apasionado
amor.
Ya tenemos ocho hijos. Nuestro primogénito, Guillermo,
falleció a los tres años, pero los demás: Enrique, Matilde, Ricardo, Godofredo,
Leonor, Juana y Juan crecen con buena salud. No me olvido de las dos hijas que
he tenido en mi primer matrimonio con Luis VII de Francia. ¡He parido diez
hijos! Es una cifra notable ya que soy
una mujer que paso gran parte de mi vida montada a caballo. Me pregunto si será
por eso o porque debo reconocer que no soy tan joven que mi último parto, el de
Juan, fue horrible.
Los años se suman en mi vida. He cumplido cuarenta y
cuatro años, las ausencias de Enrique, cada vez más frecuentes, se suman en mi
corazón. En estas ausencias yo actúo
como regente en una y otra parte del Canal. Enrique tiene carácter fuerte y sé
que no le agrada mi injerencia en el
manejo político del reino cuando él está lejos.
Como reina de Inglaterra, lujos y privilegios son mi
vida. Pero mi vida es un infierno. Durante el día, desde que me levanto hasta
que me acuesto, y por las noches, en las que casi nunca puedo conciliar el
sueño, mi corazón está temeroso de perder al hombre que he amado y amaré hasta
mi muerte. Enrique, mí adorado Enrique.
Cuando Enrique no
está en conmigo mi real existencia está protegida por la ancha zanja que rodea
las gruesas murallas del castillo pero mi real corazón está desprotegido y se
siente triste y vacío.
Me pregunto una y
otra vez ¿dónde está Enrique, por qué se
ausenta tan frecuentemente, adónde va? Me conformo a mi misma justificando su
comportamiento. Así me digo que Enrique, como todo buen monarca, está de viaje cuidando las fronteras de su
reino, impartiendo justicia o guerreando para conservar sus territorios.
Que sale a cabalgar o a cazar porque
siente pasión por la cetrería. Que mis celos son infundados. Pero no puedo
convencerme. Muero de ansiedad y a veces pienso que voy a enloquecer. Temo
perderlo, no verlo más. Odio pensar que sus manos puedan acariciar otros pechos
que no sean los míos.
Mientras trabajo
con la rueca hilando lana o compongo música
tocando la viola no dejo de pensar en mi Enrique. Me pregunto por qué el
destino me ha hecho conocer y enamorarme como una inocente e inexperta
adolescente de Enrique de Plantagenet, Rey de Inglaterra, quien me ha hecho
Reina de un país tan brumoso y frío.
Me miro sobre la
bruñida superficie del espejo que hace tantos años me regalaron en Bizancio y
que conservo como uno de mis más amadas pertenencias. A veces no me reconozco
como la Reina del Amor Cortesano o la Diosa de Juglares y Trovadores que solía
ser. Cuando Enrique está lejos de mí, me consumo en largas horas de bordados y
ruecas, matizadas sólo por ocasionales banquetes y torneos. De vez en cuando
organizo reuniones con trovadores y mujeres hermosas pero Enrique no es Luis.
Las mujeres hermosas rondan a su alrededor y él no las ignora. Cuando él las
mira siento que una daga se hunde en mis carnes.
Estoy
desesperadamente enamorada de Enrique pero no debo dejar que los celos crezcan
en mis pensamientos. Cela el que se siente inferior al ser que ama y yo no soy
una mujer inferior a nadie, ni aún a Enrique.
Pero sé que él y
yo no contamos entre nuestras virtudes la de abstenernos de todo goce carnal. Y ese pensamiento me
turba. Cuándo él está ausente me basta con pensar en sus hermosos ojos grises
que se inyectan en sangre en los momentos de pasión. ¿Qué tendrán sus ojos que
cuando me miran siento arder en mi interior un fuego pasional? Es un maestro en provocar mis deseos. Pero…
¿cómo y con quién pasará sus horas de descanso lejos de mí?
A veces pienso en
mis dos hijas, dejadas en la Corte de
Francia con su padre Luis VII. Luis VII se ha vuelto a casar con Constanza de
Castilla… A veces trato de imaginarme la nueva vida de mi ex esposo… aunque no
tengo ningún sentimiento hacia él.
Recuerdo mis aposentos en Francia y los comparo con mi palacio en Londres. En
éste el mobiliario es sobrio, escaso, sencillo. Sólo se destaca la gigantesca
cama con dosel que alberga mi felicidad cuando la comparto con Enrique y mi angustia durante mis solitarias noches.
Mi placer es poner en el lugar vacío de mi esposo mi pieza favorita del
mobiliario: un pequeño arcón de cuero preciosamente forrado con pieles que
perteneció a mi madre. En él atesoro mis
joyas. Las miro, las toco, me las pongo,
el roce de las gemas es tan sensual que se me antoja sentir las caricias – y
hasta los besos – de Enrique sobre mi
piel… y así me duermo. Seguro que
con una sonrisa en mis labios.
A la mañana siguiente me sumerjo en el agua
tibia de la tina de madera donde me baño. Me miro en mi espejo bizantino mientras cepillo y
peino mis hermosos y largos cabellos. Tengo tanto, tanto tiempo para hacerlo…
Esta mañana el
castillo es un hervidero de sirvientes que corren de acá para allá.
A los sirvientes
de siempre les he añadido otros nuevos
porque regresa el Rey Enrique y me dispongo a esperarlo con un banquete.
Después de mi
baño me pruebo vestido tras vestido de mi guardarropa. Finalmente elijo un
hermoso vestido color tela verde
malaquita todo recamado con hilos de oro. Ahora recojo mi cabellera en un elaborado trenzado. Me
alhajo acorde a mi rango y me baño en
exóticos perfumes.
El palacio inglés
es gris y aburrido. Por eso dispongo que el salón real esté iluminado por
centenares de velas. Preparo todo para
honrar al Rey, mi Señor, de acuerdo a mi buen gusto y a mi deseo de agradarle.
No he olvidado las reglas sociales que
aprendí durante mi paso por las tierras orientales: el brillo de los
ornamentos, los alimentos exóticos, las
esencias y los sonidos de la cultura bizantina son los elementos que siempre
uso para seducir como anfitriona a Enrique, mí más distinguido invitado. Mis
invitados comen con las manos y utilizan sólo un plato por pareja, por eso hago
colocar pequeños cuencos de metal con agua perfumada para que laven sus manos y
cuencos más grandes para beber. Todas estas reglas de buen gusto las aprendí de
los moros.
La fiesta de
bienvenida está en su meridiano. Los músicos y los poetas, los juglares y los
trovadores cantan sus alabanzas al apuesto joven que está a mi lado y que es mi
Rey, mi esposo y mi amante.
No se apagan los
rescoldos del fogón ni se disipa el humo de las velas cuando Enrique y yo
abandonamos el salón rumbo a los aposentos reales… Mi esposo físicamente es
comparable al más bello de los hombres, pero su belleza tiene algo aterrador,
algo animal.
Días después,
ajeno a la hoguera pasional que sus regresos y partidas encienden en mí Enrique
regresa al camino y parte. Otra vez quedo sola, sentada sobre edredones de
plumón con la vista fija sobre el magnífico jinete que se aleja, se empequeñece
y se pierde en el bello paisaje que diviso desde el ventanal. Nuevamente comienzo a esperar, hora tras
hora, del regreso de mi apuesto caballero quien no sólo me hizo Reina de
Corazones sino Esclava de Pasiones.
Y acá estoy, sentada frente a la chimenea del salón donde
siempre hay troncos encendidos – es tan frío y brumoso Londres – que alimentan
las llamas que miran sin ver mis ojos verdes, antes risueños, ahora
melancólicos. Estoy triste, sin saber por
qué… ¿o sí?
Estoy llorando. Mis damas de compañía me miran
azoradas. Nunca me vieron llorar. Las lágrimas de deslizan sobre mis mejillas
mientras mi vista se fija en un punto indefinido del lejano horizonte de mi amor.
Mis damas me preguntan si la reina llora porque añora a su
esposo.
Les contesto que
no, que la reina llora por la maldad del rey.
A cada regreso de Enrique a palacio lo espero en el lecho para entregarle
desenfrenadamente mi cuerpo. Él no me rechaza pero comienza a reconvenirme. Censura
mis demostraciones de afecto hacia él frente a los cortesanos. Me dice que como
rey, sólo acepta mis demostraciones de amor en la intimidad y que nuestro
desenfreno sexual sea sólo en privado.
En público el
honor de la reina es primero.
¡Otra vez dejo de ser una mujer para ser
reina!
Presto más
atención a las murmuraciones palaciegas. No tengo más remedio que ver lo que no
quiero ver. De ninguna manera Enrique renuncia a las doncellas, nobles o
campesinas, cuando éstas lo invitan a su lecho y le entregan su cuerpo, a veces
sobre lechos de lujo, a veces sobre camastros armados en la tibieza de los
establos.
Así comienza a
llenarse la guardería real de hijos bastardos de paterna sangre real. Sé que es
difícil de entender como acepto que mis propios hijos crezcan al lado de los
hijos ilegítimos del rey, vergonzosamente concebidos. Acepto cualquier cosa
porque mi amor hacia él sigue vivo,
aunque antes pensaba que sólo morirá cuando yo cierre mis ojos; ahora no estoy
tan segura de ello.
Ha comenzado un desfile abigarrado, heterogéneo, de las
queridas de Enrique. La corte se ha convertido en un lupanar de lujo. A todas
estas busconas las desprecio. No son rivales para mí. He decidido acabar mi
relación con Enrique. Ya no hay vuelta
atrás entre nosotros. Una mujer como yo no debe admitir un trato de amor
plagado de engaños con tantas despreciables meretrices.
Estoy pasando un momento complicado. Tantos embarazos y
partos han ensanchado mis caderas, sembrado de estrías mi cuerpo, ablandando
mis carnes. Juan, será mi último hijo. Parirlo ha sido muy difícil. Yo ya no
tengo edad para parir más hijos sin poner en riesgo mi vida y la del bebé. Y
ahora, para completar mis malestares, me cuentan que Enrique, aprovechándose
del tiempo que he debido pasar en cama tratando de reponer mis fuerzas, ha
blanqueado su relación con una joven muchacha llamada Rosamunda, hija de un
caballero normando llamado Gautier de Clifford.
Me entero que desde hace tiempo tiene una relación
pública con esa muchacha, que dicen es muy bella. La conocen como “La Bella
Rosamunda”. Dicen que la joven dama es celebrada en baladas y romances que son
calurosamente festejados por Enrique. Ella le ha dado dos hijos bastardos. Le
pido a Enrique me señale los niños de Rosamunda entre la caterva de bastardos
que se crían con nuestros hijos en la guardería real. Él se niega. Estoy
furiosa, herida en mi amor propio y sangrando en mi corazón. Con voz calma y
serena le juro a mi esposo que he de
matar a mi rival. Enrique se estremece ante mi amenaza. Sabe que una de mis
antepasadas se apoderó de una rival y la entregó durante toda una noche de
placer a la soldadesca, tras lo cual le hizo sacar los ojos. Veo miedo en los
ojos de Enrique y eso me enoja mucho más.
Soy una mujer fuerte. Estos meses de descanso me ayudaron
a recuperar mis fuerzas. Estoy ansiosa por poder montar a caballo. Es que
necesito ir a la residencia de Woodstock para confirmar que es cierto lo que
mis damas me han contado. Se comenta que el rey Enrique hizo construir un
laberinto alrededor de la residencia de Woodstock para ocultar a su amante
Rosamunda de mis iras porque teme una venganza de mi parte. Quiero ver si es
cierto que ese laberinto es tan complicado que sólo él y un fiel servidor
conocen el secreto del lugar. Los patanes del pueblo se ríen diciendo que el
lugar ha sido diseñado artificiosamente para confundir a la reina Leonor, así
que “si ella se adentra en el laberinto no pueda acertar con la salida.”
Te quedarás con las ganas, rey Enrique. La reina Leonor
no visitará la residencia de Woodstock,
se alejará de Inglaterra para volver a su amada Aquitania. Además haré
algo mejor que vengarme asesinando a Rosamunda. Sublevaré el Poitou.
Te muestras cariñoso conmigo pero ya nada volverá a ser
como antes. Me dices que es un momento oportuno para organizar un viaje por las provincias
francesas durante las fiestas de Navidad. Es una hábil maniobra tuya, pero para
nada eficaz. Eres muy tonto, Enrique, si crees que nada puede complacerme tanto como volver a mi tierra. Que ese viaje
aplacará mis celos y me hará cambiar de idea. ¡Pensar que después de convivir
quince años no has llegado a conocerme, querido esposo mío!
Hemos sido saludados con entusiasmo a nuestro paso por
distintas villas y ciudades. Ahora estamos en Burdeos. Acá nos separamos.
Enrique vuelve a Londres y yo sigo a Poitiers.
Ahora, ya en Poitiers me encuentro con Marie, mi hija
mayor, fruto de mi primer matrimonio. Las dos hemos crecido y madurado. Nos
reconciliamos. Recibo la visita de mi
trovador favorito, Bernardo de Ventadour, a quien conocí en un viaje anterior a
Poitiers, que hice junto con Enrique.
En aquella
oportunidad Bernardo me dedicó una canción. Recuerdo que decía que no le
agradaba ser gobernado por mí si yo no le pertenecía desde el día en que le
permití mirarse en mis ojos, un espejo tan agradable para él…. Bernardo me
decía en esa misma canción que sus suspiros fueron más profundos desde que él
se perdió en mí como Narciso en la fuente…. l
Bernardo me saluda emocionado y me recuerda lo emocionada
que quedé al escuchar tan bello poema y la forma en que le agradecí tanta
delicadeza. En verdad le agradecí al trovador su rima de la manera en que yo
acostumbraba – y volveré a acostumbrarme -
a agradecer. El poeta y yo tuvimos una romántica noche en “común”.
Recuerdo haberme despedido prometiéndole que volvería pronto y que él ya no
tendría motivos para estar triste. Bernardo entendió esta promesa dicha en
medias palabras.
En esa oportunidad quedé encinta. A pesar de las habladurías cortesanas y los chismes de las tabernas ese niño fue el resultado de una noche caliente entre mi rey y su reina. Enrique y yo volvimos a Inglaterra con mi adorado hijo Ricardo en mi creciendo en mi vientre. Este recuerdo me hace feliz. Ya estaba yo experimentando
un nuevo sentimiento desconocido en mí. Los celos. Los celos se estaban
comenzando a posesionarse de mí. Comencé a temer que Enrique me abandonase,
temer no poder controlarme emocionalmente llegado el caso y temer no poder
vivir sin Enrique a mi lado.
Ya no era sólo el deseo carnal sino la necesidad
emocional de tenerlo a mi lado. Mi problema no residía en mis sentimientos y
miedos sino en mis ansiedades e inseguridades acerca de nosotros. Quizá
comenzaba a pesar la diferencia de los años… Por eso necesitaba sentirme joven
y, de acuerdo a mis códigos, si
podía existir sexo sin amor, podía sentirse placer sin traición… mientras yo
siga amando al hombre de mi vida que es el padre de mis hijos. Desde que me
casé con Enrique nunca le fui infiel. Lamento no haberlo sido. En aquél momento
yo creía que a nuestro amor nunca lo
heriría la infidelidad.
¡Basta de recuerdos! Es época de Navidad, estoy en
Poitiers después de varios años de ausencia. Bernardo de Ventadour, que me
había mandado a Inglaterra muchas canciones llenas de amor, está conmigo. Me
regala un poema que dice escribió cuando aparecí ante sus ojos. Me pide no lo
lea. Quiere ser él mismo quien me lo cante esta noche, junto al fuego,
acompañándose de una cítara.
“ Mi corazón está lleno de tanta alegría, que
todo aparece cambiado en la naturaleza. Veo el invierno blanco, rojo y
amarillo;
Con el viento y
la lluvia crece mi felicidad, aumenta mi talento y mi voz se embellece. Tengo
en el corazón tanto amor de placer y alegría,
que el hielo parece flor y la nieve verde”
Es un invierno
duro. Fuera, el viento del invierno levanta polvo de nieve. Dentro, yo me
emociono con la canción. Pienso que hace muchos años que este trovador suspira
por mi amor y que debo hacer algo
por él. Me levanto, me acerco a Bernardo
mirándole a los ojos y lo beso en la boca. El juglar, al que atormenta el deseo
desde hace tanto tiempo, me hace comprender, primero con el beso y luego con un
gran suspiro, que necesita algo más de mí para sentirse mejor.
Mis habitaciones no
están lejos y yo soy tan compresiva…
Esta mañana mi
trovador no está aún repuesto de su triunfo. Decide permanecer en Poitiers, si es de mi agrado. Por supuesto
que lo es. Después de una segunda y última noche de pasión, Bernardo me entrega una rosa roja y su última canción, inspirada
en mí, como prenda de amor eterno hacia mi persona. Estos versos, de una gran gentileza, pero de poca
discreción, me emocionan:
“No podrá mi dama negar su amor. Para siempre podré
halagarme de haber acariciado su suavidad…”
Voy a
aprovechar este viaje para reunir, en los distintos sitios donde paro, una corte de amor como la que ya formara en
Poitiers, antes de convertirme en reina de Inglaterra.
¡Lo he conseguido! Esta nueva corte está compuesta por
una veintena de mis damas, algunos trovadores
y otros tantos caballeros conocidos por su galantería con las damas. Será nuevamente
un centro de cultura
He creado las Cortes del Amor, que ciertamente no son tribunales. He elaborado de
tal manera la trama de esta doctrina que la misma se presta a intrigas largas y
complicadas, a discusiones casi jurídicas, siendo lo esencial en cada caso,
saber quién tiene la razón, si el enamorado o la enamorada. Cuando un debate
amoroso llega a ser demasiado arduo, debe convocarse a una gran dama, a veces
incluso a la propia Reina (que soy yo misma) para que actúe como árbitro. Ésta
responde por escrito explicando, de mil maneras, los motivos de su decisión.
Después de
dieciséis años de mi casamiento con Enrique, de darle 8 hijos y de innumerables
discusiones conyugales, estoy nuevamente en
Poitiers, la tierra de mi abuelo y de mi padre, so pretexto de gobernar
a mis inquietos súbditos. La realidad es otra. Enrique ha sido y es un
empedernido mujeriego y yo soy coqueta, frívola y fogosa. No soporto más ser el
juguete de los caprichos de mi esposo y de no poder negarme a los mismos. En
Poitiers mi corte es un centro de cultura y una escuela superior del arte
cortesano dentro de la vida de toda la Europa occidental.
Futuros reyes y
reinas, duques y princesas se forman según mi modelo y harán luego de sus
cortes copias de las mías. Segura estoy que soy la la primera y más grande reina, y que viviré
para perdurar en el futuro. Me
recordarán como una mujer fuerte siempre apasionada por algún deseo o un odio, rodeada de un aura de gloria y de lujuria.
Es este momento
una bisagra en mi vida. He vuelto a encontrarme
con mi hija mayor, la que tuve
con Luis VII, Marie de Champagne. Marie comparte conmigo los mismos intereses
intelectuales y sentimentales. Ambas queremos
reinar sobre las cortes de amor y ayudar a trovadores y juglares. Pero
yo ya soy cincuentona y no soy mujer de contentarme con pasar el resto de su
vida organizando cortes de amor y ayudando a trovadores y juglares sin ser
protagonista de las aventuras por ellos cantadas.
Además quiero
volver a ser parte de la vida de Enrique. No para amarlo sino para complicarlo.
Sé que la cama ya no es el campo de batalla para luchar contra Enrique, así que
comenzaré a complotar contra él.
Quiero más poder que
el que Enrique está dispuesto a darme. ¡Ya la conjuración está en
marcha!
¡Maldito seas Enrique! sabedor de esta situación me
ordenas que regrese inmediatamente a Inglaterra. Obedezco pero sigo con mi plan. Cuídate Enrique, no
hay enemigo más peligroso que una mujer despechada. Y yo lo estoy. He de
despertar la ambición de mis hijos varones, de los tres que me quedan vivos
para que confabulen contra su padre.
Sigo con la idea de la rebelión. Cuando lo comento con
mis hijos Enrique, Ricardo y Juan, éstos me dicen que su padre se sorprende con
este acto de agresión tan inusual para
una mujer. Quizá sea inusual para cualquier mujer, no para mí. En mi esta
actitud está sobradamente justificada. Tras dos décadas de parir hijos, de
aguantar las infidelidades de mi marido, de continuas discusiones, de tener que
compartir mi independencia y poder,
decido que tengo el derecho de gobernar Aquitania con mi amado hijo Ricardo
prescindiendo del padre.
Hace un mes cumplí cincuenta años. El regalo de
Enrique fue haber desbaratado la rebelión impulsada por mí y la orden de
encarcelarme por tiempo indeterminado.
Estoy encerrada en distintas jaulas doradas. El rey
cree que soy tan poderosa que tenerme por mucho tiempo en un solo sitio puede
ser peligroso. A lo mejor seduzco a mis guardias, o mejor los enveneno uno a
uno, y me escapo y me convierto en Leonor, la Vengadora. ¡Pobre tonto!
¡Ojalá pronto acabe
tu buena suerte, odiado Plantagenet!
Me llegan toda clase
de noticias de tu conducta. Sé que te exhibes con Rosamunda como si ella fuese
tu reina. Exhíbete
desvergonzado libertino con tu rubia Rosamunda. Y conste que no te llamo
libertino por tu propensión a los deleites carnales. Te llamo libertino porque
para mí eres un esclavo a quien he decidido dar
la libertad para que sacie su apetito inmoderado de sexo promiscuo.
Sé que intentaste conseguir nuestro
divorcio pero no lo lograste. Invitaste a Inglaterra el cardenal
de Saint Ange, Uguccione. El muy falso te dio alguna esperanza al respecto. Me
gusta, el ladino viejo clérigo te estafó con falsas promesas. Sé que lo
recibiste solícitamente, le regalaste soberbios caballos y dispusiste para él y
su séquito suntuosos aposentos en el palacio de Westminster. Todo fue en balde:
el legado marchó de nuevo sin escuchar las instancias que tus consejeros le
hicieron para que fuese anulado tu matrimonio conmigo.
La suerte es una amante que abandona sin piedad
alguna. Enrique ha muerto. No se cae ninguna lágrima de mis ojos. Mi amor ha
muerto antes de morir él. Pero lucharé hasta el final de mis días para que la
dinastía de los Plantagenet esté siempre sobre el reinado Anglo-Normando.
Estoy liberada no sólo de la prisión sino de mi
carcelero. Has muerto Enrique y no te lloro. Reconozco que no ha sido una
prisión muy dura pero para un espíritu libre como el mío ha sido bastante
pesada.
Ya pasó mi odio hacia Rosamunda pero aún me queda el
dolor de la traición que le has hecho a tu hijo Ricardo.
Muchas aventuras tuviste, aventuras que hirieron a Leonor en lo más profundo
de su orgullo de mujer y de reina. Pero la más dolorosa fue cuando te
involucraste con la prometida de su hijo Ricardo, la princesa Alys, condesa de
Vexin. Alys es hija de mi primer marido, el rey Luis VII de Francia y su segunda esposa, Constanza de Castilla. Tú sabías, disoluto
monarca, que la niña había sido prometida a Ricardo cuando él tenía tres años
de edad y ella dos.
Por ese motivo Alys fue
enviada a nuestra corte para ser
educada como correspondía a su linaje y a su compromiso. La cuidé como si la niña hubiese sido mi propia hija.
Pero cuando Alys se convirtió en una bella joven, tú la hiciste tu amante. También
quisiste comenzar a negociar la anulación de nuestro matrimonio para casarte
con Alys.
Nunca conseguiste
mi consentimiento para esa anulación, a pesar que me enteré que Alys había dado
a luz un hijo ilegítimo del rey de Inglaterra.
¡Así me pagaron los dos, Alys y tú.
Pero la fortuna me vuelve a sonreír.
Ricardo es rey. Ricardo Corazón de León. ¡Querido hijo mío! No morirá la dinastía de
los Plantagenet. Aunque me pese, lleva en sus venas sangre mía y sangre tuya,
malvado Enrique. Pero mi hijo no me defraudará, ya lo verás desde el infierno
que es tu última morada. ¡la que te mereces!
Ricardo pronto parte
en una cruzada. Me nombra regente del reino. Dictamina que mi palabra,
la palabra de la Reina Leonor será la ley en todos los asuntos.
Me llegan noticias de que Ricardo se ha encontrado
varias veces con Sal- al-Din. Dicen que ambos mantienen relaciones muy fluidas,
quizá íntimas. ¡Ay, Ricardo! Cómo espero tu regreso para que me cuentes tantas
cosas… te espero ansiosamente porque
siento deseos de recoger trozos de mi juventud antes de que sea muy tarde para
mi memoria. También es necesario tu regreso. ¡Si supieras cuántas veces he
tenido que intervenir mientras tú luchas
en Tierra Santa! Quédate tranquilo que tu madre sabe cómo defender tu
trono - incluso contra mi hijo menor, tu hermano Juan.
No hay descanso para mí. Ricardo ha sido capturado en
su camino a casa. Utilizo toda mi influencia que es mucha, para recaudar el
dinero del rescate y conseguir su liberación.
Pero sigo trabajando sin cansancio en nombre de mi
hijo preferido. Voy desde un extremo de Europa a otro, a menudo arriesgando mi
vida en mis esfuerzos por mantener la lealtad de los compromisos entre los
diferentes gobernantes, cementar alianzas matrimoniales y vigilar la
administración de nuestro ejército y de
nuestras fincas.
También soy abuela. Me siento comprometida con el
futuro de mis nietos. A veces me
pregunto si todo esto no lo hago por Ricardo y mis hijos sino por la memoria
del Plantagenet y mantener su recuerdo presente en Inglaterra y Aquitania.
He llegado a
Castilla, vengo a buscar a mi nieta Blanca para casarla con Luis VIII,
nieto de quien fuera mi primer marido, ¿se acuerdan de él? Luis VII de
Francia… ha pasado una eternidad desde entonces.
Setenta años son muchos años. Pero no para mí. Estoy
empeñada en cimentar la dinastía de los Plantagenet en Inglaterra. El rey
Ricardo, mi hijo adorado, se debe casar. Él, que era un amante tan fogoso en su
juventud es ahora un acérrimo misógino. Debo apresurarme, no es bueno que el
pueblo cante en las tabernas una canción escrita por un tal Bertrán de Born,
donde dice que “el rey Ricardo es un ‘Òc e non’ (si y no)”.
El Rey de Navarra me espera. Vengo a llevarme a su
hija Berenguela para casarla con Ricardo. No ignoro el gusto de Ricardo por su
mismo sexo, pero por la salud del reino y la preservación de la dinastía, es
deber del rey casarse con una princesa y engendrar (a como diese lugar) hijos.
Yo sé que por ahí andan un par de niños bastardos hijos de Ricardo, así que con
un poco de esfuerzo he de conseguir un nieto legítimo. Me he decidido por
Berenguela porque es una joven princesa un poco sosa que discretamente se
aparta de los acontecimientos que podrían afectar a su regio consorte. Por fin recibo la noticia que Ricardo y
Berenguela se han casado en la isla de Chipre, en la basílica de Limossol.
No puedo tomar
descanso. Juan quiso tomar el lugar de Ricardo en el trono inglés cuando se
enteró del cautiverio de su hermano. Éste ahora ya libre y de regreso retorna a Inglaterra con la idea de castigar
a Juan por su intento de derrocarlo. No lo permito y consigo la reconciliación
de los hermanos.
Pero la suerte nos
abandona sin avisarnos… Ricardo muere, víctima de una herida gangrenada. Yo
creo morir con él. Juan se convierte en
rey. Tal como Ricardo, el rey Juan me respeta
y sigue mis consejos. Lo apoyo y
lo guío con mi experiencia y mis
consejos contra sus enemigos.
Aunque soy ya bastante mayor debo continuar llevando una vida activa. Viajo por Europa
arreglando matrimonios para mis nietos.
Creía que ya no
viviría más aventuras pero fui atrapada en un castillo por soldados del rey francés, con quien Juan estaba en guerra. Mi hijo, al que el pueblo
llama el rey Juan Sin Tierra, me libera.
Estoy ya tan
maltrecha que sólo quiero llegar a mi querida Abadía de Fontevrault. La
patrociné por tanto tiempo que ya creo que es de mi propiedad. Pido a mis
monjitas que cuando cierre mis ojos me entierren aquí y que no me dejen sola, quiero
que me acompañen en mi viaje eterno los dos hombres de mi vida: mí amado,
odiado y nunca olvidado Enrique y mi dilecto hijo Ricardo Corazón de León. También
pido ser alguna vez entendida en mis actitudes frente a la vida. Que alguien me
recuerde como un ser humano, con mis errores y mis virtudes.
Leonor de Aquitania murió en 1204 a la edad de 82 años.
Colofón
Descansa en paz bella Leonor, espléndida mujer vituperada
por los hombres y las mujeres de mentes estrechas y corazones apergaminados.
Bella, caprichosa y adorada, has sido mal juzgada por muchos historiadores
franceses quienes han notado solo tu belleza y tu juvenil frivolidad,
ignorando la tenacidad, la sabiduría
política y la energía que caracterizaron los años de tu madurez.
Las monjas del convento de Fontevrault – tus monjitas
- escribieron en tu necrología las
palabras que expresaron y expresan con
toda justicia el valer de la Reina Leonor de Poitiers:
“Ella era
hermosa y justa, imponente y modesta, humilde y elegante. Fue una reina que
superó a casi todas las reinas del mundo”.
Notas aclaratorias
Occitania:
Occitania es un vocablo surgido a finales del siglo XIII en la literatura latina. Se
origina por la contracción de dos expresiones, Occ aludiendo a la lengua d'oc propia hablada, nombre dado por Dante y la terminación itania probablemente en imitación al vocablo
Aquitania correspondiente al ducado respectivo.
Durante la Edad Media,
Occitania llegó a convertirse en uno de los centros más activos de la cultura.
Así, el occitano fue una de la primeras lenguas que
sustituyó al latín en muchos actos, documentos, piezas literarias y obras
científicas: las primeras gramáticas como las Leys d'Amors, se escribieron en
dicho idioma.
Aquitania:
El Ducado de Aquitania fue
una entidad feudal francesa medieval. Su extensión correspondía aproximadamente a los
territorios que hoy agrupa la región homónima.
Poitu
Región con mucha resonancia histórica
por cuanto en ella acontecieron sucesos decisivos para Francia y Europa. La
capital regional se encuentra en la ciudad de Poitiers.
Hijos ilegítimos de Enrique II de Inglaterra
Los hijos ilegítimos de Enrique, fueron criados en la
guardería real con los propios hijos de la reina. Algunos de ellos se
convirtieron en miembros de la familia en su adultez. La condesa de Norfolk dio
a luz a Guillermo de Longspee, futuro conde de Sakisbury; una prostituta
de nombre Ykenai fue madre de Godofredo, Arzobispo de York y el rey
Enrique; Morgan, preboste de Beverly, cuya madre fue la esposa legítima
del caballero Ralph Bloet; Matilda, abadesa de Barking, hija de Enrique
y madre desconocida.
Según Ralph de Diceto (como citado en las crónicas de
Plantagenet), la vida de Leonor cumplió una profecía "que había
desconcertado a todos por su oscuridad: 'el águila del nudo roto se regocijará
en su tercer pichón’ Se llama águila a
la reina Leonor porque ella ha estirado sus alas en dos reinos: Francia e
Inglaterra. El nudo roto se refiere a
los dos matrimonios rotos de Leonor, y Ricardo, su tercer hijo, fue el tercero
de sus pichones, el que elevaría a nombre de su madre a gran gloria”.
Bibliografía
Arnao Conde Luque,
Mariano. Hierro y Seda
Duby, G. Alianza, Madrid, 1996 - Leonor de Aquitania,
María Magdalena.-Ferro, M. Madrid, Ferro,
M. Cátedra, 2003 – Historia de Francia
Kaufman, O. Madrid, B.S.A., 2003 – Leonor de Aquitania
Martín, José Luis. La Ciudad Medieval.
Mayer, Eberiano. Javier Vergara, 1986 - Hans, Historia de las
Cruzadas.
Ossul, Marc S. Historia y Vida, 2002 – Leonor de Aquitania.
Pernoud, R. Salvat, Barcelona, 1995 - Leonor de
Aquitania, la Reina de los Trovadores
La autora
Sara Garfinkel cursó sus estudios primarios y secundarios en
la Esc. Provincial Nº 6 Gral. Bartolomé Mitre y en el Colegio Nacional Mariano
Moreno, respectivamente, ambos establecimientos educativos de la ciudad de Mar
del Plata. Cursó sus estudios en Profesorado en Lengua Inglesa en la Capital
Federal. Ejerció durante veinticinco años la docencia en el Bureau de Inglés.
Lleva a cabo sus trabajos escritos y sus disertaciones orales sin solemnidad ni
excesiva preocupaciones formales pero teniendo muy en cuenta que tanto sus
producciones literarias como sus charlas bene tener belleza de forma y verdad
de fondo. Así aborda diferentes temas. Desde hechos históricos de universal
conocimiento hasta la historia y el folklore de la ciudad de Mar del Plata, su
terruño. La mayoría de sus relatos son protagonizados por mujeres que han
pasado a la historia universal o se han quedado en la pequeña cotidianeidad de
los barrios marplatenses, todas figuras femeninas que han brillado con luz
propia dejando una huella en el medio ambiente donde se han movido.
Sus obras
Garfinkeleando
por Mar del Plata. Son dos trabajos de
investigación en colaboración con el Profesor
Edgardo Samuel Berg: Del Pasaje
Vaira a la Cortada del Tango y La
Temporada. (2003)
La
Señorita Edith. Historia de una Maestra. (2004)
Batones
y Bigudíes Marplatenses.
(2007)
Anécdotas
de una Calle Corta de Mar del Plata. (2009)
Historias
de Conventillo. (2010)
Yo
Soy Leonor de Aquitania – Autobiografía no Autorizada de una Reina Medieval. (2012)