martes, 17 de septiembre de 2013

Yo soy Leonor de Aquitania - Autobiografía no autorizada de una Reina Medieval



Yo Soy Leonor de Aquitania

Autobiografía no Autorizada de una Reina Medieval.

Yo soy Leonor de Aquitania, nieta de Guillermo de Poitiers e hija de Guillermo conde de Poitiers y duque de Aquitania.


Yo Soy Leonor de Aquitania
Autobiografía no Autorizada de una Reina Medieval

Hecho el depósito que marca la Ley Nº 11.723 de Propiedad Intelectual.
ISBN 978-987-29068-0-1
1. Narrativa Argentina   2. Novela Histórica.








Dedicado a Pepe, por su amor y su aliento en todos mis emprendimientos literarios.











Sara Garfinkel                     Mar del Plata 2012




Leonor de Aquitania nace alrededor del año 1122. Fallece el 1º de abril de 1204 a la edad de 82 años en tierra francesa. Ha sido la reina consorte de dos de los más poderosos monarcas del Medioevo: Luis VII de Francia (desde 1137 a 1152) y de Enrique II de Inglaterra (desde 1152 a 1204). Aunque Enrique muere en 1189, ella conserva su título de reina consorte hasta su muerte.



Claro, todo estaba a pedir de boca de las señoras de la época y de los jóvenes caballeros que buscaban la protección de una dama a la que amaban platonicamente sin que el marido de ésta interfiriera en tales juegos cortesanos. El amor platónico es un amor inalcanzable, es aquél que por diversas circunstancias no se puede materializar; en él puede haber un elemento sexual que se da de forma mental, imaginativa o idealista y no de forma física. No es de extrañar el deseo de las damas de ser amadas platonicamente ya que el amor platónico es un amor en el que la ilusión es al alimento que mantiene siempre encendido el deseo y la esperanza. Son amores que no son impulsivos. Es un tipo de amor que concede más importancia a lo espiritual, emocional e intelectual que a lo físico o sensual. Es un amor en el que hay mucha intimidad en el sentido de que la persona lo vive dentro de sí misma. No tiene matices. No tiene negociación. Está libre de detalles sucios. Se encuentra fuera del tiempo: no envejece. ¿Qué mujer no quiere ser amada a pesar de que el almanaque vaya agregando años a su vida?

Mi abuelo Guillermo fue aquel galante poeta provenzal de la Edad Media, el primero que escribía y trovaba en lengua de oc. ¡Qué hombre fue mi abuelo! Lo excomulgaron dos veces. Una vez fue por  abandonar a su esposa legítima – mi abuela -  para luego  arrebatarle por la fuerza la mujer al  vizconde de Châtellerault.

Él era un gran poeta. Yo guardo algunos de sus poemas.  Todos ellos son en conjunto una extensa exposición de  sus amoríos, a veces bastante atrevida, en los cuales mi abuelo alardea de sus proezas sexuales. No me hace nada bien releerlos porque me acuesto todas las noches con mi esposo quien casi nunca me toca.  Quiero no ser la reina Leonor sino la Maubergeonne, una de las tantas amantes del abuelo libertino pero la única mujer a la que él le dedicó muchos de sus poemas. 


“Con la dulzura de la primavera

bullen los bosques y los pájaros cantan

cada uno en su latín

según el ritmo del nuevo canto.

Así conviene que cada uno se regocije

en lo que más desea.

Yo me regocijo yaciendo con mi amada

Maubergeonne”

Claro que como no era hombre de una sola mujer, también jugaba con otros nombres.



“Caballeros, aconsejadme en esta duda
-nunca escoger me fue tan difícil-
No sé si quedarme con (la dama) Agnes o con (la dama) Arsen)”





Tengo catorce años. Me miro al espejo y veo a una niña adolescente. Dicen que mis ojos verde esmeralda tienen tal magnetismo que los caballeros que los  miran se sienten fuertemente emocionados. Mi padre es un buen hombre pero no pudo superar la muerte de mi hermano mayor. Por eso me educó como si fuera un varón. Por orden suya me enseñaron a leer, escribir, el arte de la caza y los entresijos del mundo militar. Sin embargo yo me siento mujer. Soy coqueta y no puedo evitar tener en cuenta a los hombres que me miran con mal disimulado interés. Algunos trovadores me han dedicado ya ardientes versos, cosa que me encanta.
  
 Papá como siempre va de torneo en torneo. Ahora creo que está en peregrinación camino a Santiago de Compostela. Mi hermana y yo quedamos al cuidado de Tío Raimundo, el hermano menor de nuestro padre, quien acaba de llegar de Inglaterra. ¡Qué agradable tener un tío tan joven y tan buen mozo!

Esta mañana el arzobispo de Burdeos nos ha dado una triste noticia. Nuestro padre ha muerto antes de llegar a Santiago de Compostela. La noticia es desoladora. Pero más devastadora es lo que me dice a continuación. Después de llamarme “Señora Duquesa” me cuenta de las últimas horas de mi padre y de su postrera voluntad. Dice que el Duque Guillermo, ya agonizante, temiendo que su ducado fuese presa de algunos ambiciosos barones, ha mandado embajadores a Ile-de-France, con objeto de pedir al rey Luis VI protección para sus herederas Leonor y Alicia, mi hermana menor. Además el último deseo del duque ha sido que el Rey de Francia, Luis VI el Gordo, acepte que su hijo, el Delfín Luis el Joven, se case con su hija mayor. 


Lejos estoy yo de pensar en casarme.  Casarme con un hombre del Norte me da miedo, pero la idea de convertirme en la futura reina de Francia me agrada sobremanera. El obispo de Burdeos, muy sagazmente, añade a esta inesperada noticia que aunque el rey Luis está feliz porque para él que yo me case con su hijo es un gran negocio,  los territorios de Aquitania serán siempre míos. Tío Raimundo me convence que es lo mejor que me puede pasar porque ser mujer casada, y reina por añadidura, me dará más autoridad y autonomía en mi futuro.



Estoy curiosa por encontrarme con mi futuro esposo. Mis damas me ayudan a preparar mi viaje hacia Burdeos, donde hemos de casarnos. Me han dado tantas instrucciones y tantos consejos que han conseguido ponerme nerviosa. Al fin nos encontramos cara a cara. Luis es alto y delgado, tiene 17 años, una hermosa cabellera rubia, ojos azules, un aire candoroso y una prominente nariz. Justamente la prominencia de su nariz está dando lugar a infinidad de anécdotas picantes, cuentecillos agudos o frases de sentido equívoco y gracioso. Gracias a Dios todas coinciden en que una nariz de esas características en un esposo, es garantía de ser un buen amante. Estoy complacida. Mis labios le sonríen y mis ojos lo miran de una manera que siento que él está conmovido. Es un flechazo de amor por ambas partes.
 
Estamos en la Basílica de San Andrés. El Arzobispo acaba de unirnos en matrimonio. Vamos en camino hacia París donde nos  espera el rey Luis VI pero yo no quiero demorar más nuestra noche de bodas. Le pido a mi esposo haga detener  el carruaje y en algún lugar del camino hacia París, consumamos el matrimonio.

 Desgraciadamente todos los chascarrillos de mis damas con respecto a la virilidad de mi futuro esposo han sido infundados. Luis es inexperto. Tengo que enseñar e insistir. En nuestra noche de bodas él demuestra ser un mezquino amante y yo una experta profesora. Mientras estemos unidos por los votos matrimoniales, Luis siempre será un esclavo de los residuos de amor que indiferentemente yo le daré. Está decidido.  Es que él y yo no nos parecemos en nada. Él posee el sosiego y la piedad de un santo, yo tengo  el refinamiento y la osadía de una heroína.


En Provenza nací. Conmigo nacieron la sociedad cortesana y el amor cortesano. Provenza es mi tierra.

Por  mi  casamiento con Luis, heredero del trono de Francia,  con mis apenas 15 años llevo  a París los temas de los trovadores y las costumbres liberales de mi amada Aquitania. Luis es débil, rubio, de ojos azules. Ha sido educado en un monasterio. Siendo el hijo más joven, Luis ha sido criado para seguir el camino eclesiástico y no el monárquico. Se ha convertido en  heredero al trono de Francia inesperadamente  después de la muerte accidental de su hermano mayor, Felipe.  Debo confesar que estar casada con un príncipe excepcionalmente devoto, mejor preparado para la vida monacal que para la vida real, es muy aburrido.
Inesperadamente como regalo de bodas Luis acaba de ser coronado Rey de Francia. Ahora Luis el Joven es Luis VII, rey de Francia y yo soy Leonor de Aquitania, reina de Francia. A partir de su coronación mi marido se volvió más serio,  más flemático y más interesado en sus deberes religiosos. Yo, joven y vital en cambio, siento la necesidad de vivir la vida. Se me ocurre que puede ser una buena idea instruir  a una sociedad,  ajena a las costumbres de mi tierra, sobre los placeres del amor y de la adoración que los caballeros les deben rendir a las damas  la época.

Vivo en un París que es arcaico, bárbaro y primitivo comparado con el mundo rico y lujoso de las ciudades de mi Aquitania. Nuestro palacio real se levanta en medio de un París sucio, de tortuosas callejuelas, confusas y turbias. Nuestras habitaciones  ocupan  el ala occidental del oscuro palacio, en cuyo extremo oriental está la sede del arzobispado. No muy lejos se encuentran algunas iglesias viejas, estrechas y lóbregas, las casas de  los judíos y el barrio de los estudiantes. Enfrente, en la   orilla izquierda del Sena, se hallan las escuelas. La vida es ruidosa y agitada. Mucha inmundicia, basura y enfermedades. 




¡Como extraño la vida que he llevado antes de casarme! Mi padre nos rodeó a mi hermana Alicia y a mí de grandes lujos.  Siempre tuvimos la compañía  de hermosas  damas, de pajes y de trovadores.

Estoy decidida a ser una mujer transgresora de los tópicos del “amor cortés” y de las normas sociales impuestas a las mujeres. Si no puedo expresar mi deseo sexual, insatisfecho por mi marido, sentaré las bases del adulterio platónico, ya que por mi condición de reina – lo que lleva en si mi condición femenina – me está vedado hablar sobre el ayuntamiento carnal voluntario entre persona casada y otra de distinto sexo que no sea su cónyuge.  Si los trovadores son juglares cultos e ingeniosos, capaces ellos mismos de escribir sus canciones en lugar de copiarlas de otros, ¿por qué no puedo ser yo – que soy culta e ingeniosa - quien desarrolle, esencialmente por juego, primero la concepción y más tarde el verdadero código del amor cortesano?

Ya lo tengo pensado, iniciaré todo como un juego durante nuestras reuniones cortesanas. Aunque algunas veces Luis tiene sus asomos de poeta, lo más corriente es que asista a estas diversiones con aire indiferente o irónico. Intentaré despertar en el rey otro interés más carnal que el teológico. Pero es tan soso el pobre…

Pienso que debe existir un amor que eleve  el alma del hombre que lo experimenta, que dé a su vida un por qué y lo conduzca a realizar las más locas tareas. En cuanto a nosotras bastará con que le concedamos al caballero algunos minutos de conversación, una sonrisa, o algún objeto de nuestro uso particular. Nosotras no seremos jamás para uso y servicio de ellos. Nuestros enamorados, porque siempre habrá más de uno, tienen que ser jóvenes, ricos, de buena cuna. Deben ser nuestros vasallos, sin esperanza de recompensa inmediata. Nosotras decidiremos cuando y como satisfacerlos, porque les daremos por placer lo que debemos conceder a nuestros esposos por obligación.

Quiero que mis reglas del amor cortesano sean tan excelentes, delicadas y perfectas como los jardines en donde el enamorado galantea a su dama. De acuerdo con mis normas el romántico caballero debe ser, ante todo, cortés. Por mucho tiempo que la dama le niegue sus favores, él debe seguir cortejándola sin desmayar, aunque la dama no sea libre para conceder sus  favores, en el caso que ya esté casada - esta es mi situación – en matrimonio a un hombre que nunca la ha satisfecho como tal. Eventualmente, la dama cederá aunque siempre se mantenga la creencia de que las relaciones entre ella y su eterno enamorado son platónicas.


En mi corte de amor se dirimen cuestiones sentimentales tan complicadas que las mismas se prestan a intrigas largas y difíciles, casi hasta discusiones jurídicas. Lo esencial en cada caso es saber quién tiene la razón, si el enamorado o la enamorada. Pero… ¿se puede saber quién puede tener la razón si el corazón tiene razones que la razón no comprende? He decidido que cuando un debate amoroso llegue a ser demasiado arduo, se debe convocar a una gran dama, a veces incluso a la propia Reina, que soy yo, para resolver, de manera pacífica, el conflicto. Esta es la parte que más me gusta. Resuelvo la situación siempre explicando de mil maneras  los motivos de mi decisión. Me divierte desconcertar a los litigantes y al resto de los cortesanos.



Voy a cambiar la austeridad que siempre reinó en esta casi adusta corte francesa. Voy a introducir las costumbres frívolas de mi tierra. A pesar de su conducta de penitente, Luis no puede negar que siente pasión por mí. Bueno, digamos pasión de cenobita. Yo sé que ejerzo una considerable influencia sobre él. Soy bella, caprichosa, coqueta, frívola  y Luis me adora. Para mí es muy fácil provocar sus celos. Estoy continuamente acompañada por caballeros que dentro de las normas del Amor Cortesano me consideran su dama y luchan por mí  en los torneos.
Es costumbre medieval  que las damas entreguen una pañuelo o un estandarte a sus caballeros para que éstos demuestren por quien luchan y para darles suerte. Es así como uno de los más jóvenes, bellos y atrevidos caballeros de mi corte, llamado Saldebreuil, ha elegido ponerse  bajo mi protección.  Se dirige hacia mí y con una galante reverencia me pide una prenda para tener suerte en el próximo combate  donde él tomará parte. Le doy una de mis camisas preferidas, la que ostenta un bordado: es una corona real sobre la leyenda Leonor Regina. Le pongo como requisito que cuando luche vista la prenda real sobre su cuerpo totalmente desnudo. Para mi gusto y placer, este juego entre Saldebreuil y yo se está volviendo peligroso cuando él con toda su simpatía y descaro me dice, con una maravillosa sonrisa de joven macho cabrío, que acepta la condición siempre y cuando, en el caso de ser herido, solamente sea curado por la Reina de Francia. Me sorprende y me cautiva tanta audacia. Accedo de inmediato a su pedido.


Me avisan que Saldebreuil ha sido herido y está en su tienda de campaña esperando ser curado.
- Ya voy, mi galante caballero, ya voy a curar tus heridas. Prepárate porque evidentemente he de sacarte la camisa.


Me estoy vistiendo para asistir a la comida que el Rey tradicionalmente ofrece celebrando el éxito después de cada torneo. Mis damas de compañía me miran azoradas. Una de ellas, madame Rochàs, la más antigua a mi servicio, es la única que se atreve a preguntarme si voy a presentarme en la fiesta que se celebra esta noche tras el torneo, con el vestido que llevo puesto.

- Por supuesto que sí, mi querida Annaïs. ¿No me queda bien la camisa bordada que esta mañana le obsequié a mi caballero? Además está mucho más llamativa con las manchas rojas que la adornan, ¿no os parece?


He llegado al salón de los banquetes. Hago mi entrada, rodeada por mis damas. Soy feliz. Todos me miran. Mi esposo también. Todos y todas comienzan a murmurar… menos mi esposo. ¡Pobre Luis VII, Rey de Francia! No  dices nada porque los celos y la ira te han dejado mudo. Ser el Rey de Francia no te ha hecho más atractivo ni más seductor ni más mundano.



Leonor víctima de las noches orientales


Afortunadamente Alicia está conmigo en París. Ella es un año menor que yo. Obviamente vive en palacio, es parte de la Corte de Francia. Dicen que no es tan bella como yo. Puede ser, lo que no se puede negar es que Alicia  es graciosa y de sangre cálida.
Yo se que, siguiendo mi ejemplo mira a los jóvenes condes que frecuentaban el palacio. Aunque no sigo muy de cerca el protocolo real, a veces debo cuidar las formas. Alicia no tiene ese problema. Ella es simplemente mi hermana. Sé que está muy interesada en el caballero Raul de Vermandois. La muy tonta no sabe cómo hacer para interesarlo. Creo que la instruiré al respecto. Le diré que está noche se introduzca subrepticiamente en las habitaciones de Vermandois, que aproveche su aspecto de niña precoz y sea ella quien seduzca al buen mozo. Segura estoy que de ahí en más serán amantes.

Ya es noche. El silencio nocturno comienza a invadir el palacio. Mis damas, duchas en estos menesteres, han acercado a Alicia hasta el cuarto donde descansa el hombre de sus deseos. Mi plan amoroso, como siempre, funciona. Pero hay algo que me preocupa, algo que no tuve en cuenta. Tanto mi hermana como Raúl no son hábiles para lograr sus fines sin que se enteren oídos indiscretos. Hasta mis aposentos llegan ecos imprudentes de la manifestación  del placer que la concreción de su amor produce en ellos. Seguramente nadie dormirá esta noche en el castillo.

Inesperadamente mi esposo ha venido a visitarme esta noche. ¡Justo esta noche! Quizá comenzó a sentir los efectos afrodisíacos de esta  algarabía juvenil. Hace tanto tiempo que duermo sola que me vendría bien un poco de movimiento. Pero no… a Luis le es imposible concentrarse en sus deberes maritales. Su pacata indignación me causa risa. Mojigato, excesivamente escrupuloso, mis carcajadas lo están molestando y lo mantienen insomne toda la noche. Me voy a dormir mientras él se persigna cada vez que llegan a sus oídos quejidos de placer de las habitaciones inferiores.

  Mi buena Annaïs acaba de despertarme.  Me cuenta que muy temprano Luis, enfadadísimo,  abandonó mi recámara. Otras de mis damas me informan que el rey escandalizado e indignado ha llamado  a Raúl para reprenderlo por su lascivo comportamiento.

Me levanto y echándome una robe encima de mi camisón me dirijo hacia los aposentos reales. No quiero perderme la situación, no para divertirme sino porque me preocupa la reacción de Luis en lo que pueda herir a mi hermana. Asisto a la reprensión vehemente y prolija de un soberano hacia uno de sus vasallos. ¡Tonto caballero este Vermandois!  Para aplacar las iras reales Raúl  murmura que se casará con la ardiente Alicia. Luis le recuerda que él está casado con Gilberta de Champagne. Raúl lo mira consternado y no sabe que responder. La pregunta real es lógica, aunque a mí no me convenga. ¿Por qué el caballero decide rechazar a su esposa en lugar de terminar su relación con la hermana de la reina? La respuesta encoleriza más al monarca. Venmardois responde que su decisión se debe a que acaba de darse cuenta que él y Gilberta son primos en un grado prohibido por la Iglesia.
Yo sé que esta historia es  pura invención y no prosperará. Pero deseo que mi hermana sea feliz, así que he de ayudar a los amantes.

Ya hace dos meses que abrí mi monedero, abultado gracias a Dios, y hoy veo los resultados de mi generosidad. La junta de los obispos y otros eclesiásticos de la Iglesia católica, todos amigos míos y de mi hucha, después de deliberar casi sesenta días decidieron declarar ilícita la unión de Raúl con Gilberta.
Ahora falta que bendigan la unión matrimonial de Raúl con Alicia. Espero que esta misma tarde los casen.
Me informan que Gilberta,  se ha quejado ante su tío, Teobaldo de Champagne. Lástima que no podamos ser amigas, me gusta Gilberta porque no es una mujer temerosa y lucha por defender sus derechos. Pero así es la vida, no todo el mundo quiere a todo el mundo.
Nunca pensé que un caballero de menor rango como es Teobaldo, enfurecido al ver como la Corte de Francia trata a su sobrina, declarase la guerra al Rey de Francia.

Estoy preocupada porque llegan a palacio noticias de  violentos combates entre los dos ejércitos.  Siento intranquilidad, temor, angustia por la situación y el carácter de Luis. Yo lo conozco muy bien. Es calmo y sosegado pero violento e irreflexivo en sus momentos de ira. No conmigo, por supuesto. Desde un principio yo he dominado en nuestra relación. Es claro, la nuestra es una relación entre dos personas, una de las cuales está perdidamente enamorada de la otra. Las noticias que llegan son alarmantes. Luis VII ha sitiado Vitry y, en un momento de furia, ha ordenado  incendiar la ciudad. Mil trescientas personas han muerto quemadas.

Espero el regreso del rey con cierto recelo. Ignoro cómo será este encuentro entre nosotros. Sé que cuando Luis recobre su sangre fría sentirá grandes remordimientos por tal hecho. No me  equivoqué al esperar su retorno con preocupación. Luis, delante de toda la Corte, nos ha señalado a Alicia y a mi ser la causa inmoral de esta guerra y las responsables de la masacre de Vitry.

 Jamás te perdonaré, cobarde esposo mío, la humillante situación que tanto a mí  como a mi hermana nos has hecho pasar frente a toda la corte. ¡Jamás! 
  

Ya me aburrí del pusilánime amor que recibo de ti, Rey de Francia, hombre sin valor ni espíritu. Estoy sedienta de emociones.  Quiero ir a Oriente, quiero ver a mi tío Raimundo que está en Antioquía, quiero conocer esas ardientes tierras.  Voy a pensar cómo puedo conseguir mis propósitos.

¡Ah, que maravillosa idea se me acaba de ocurrir! Aprovecharé la situación y me cobraré con creces la degradante situación que me hiciste pasar frente a mis cortesanos. 



Estoy en la villa de Vézelay.  Llegué vestida como amazona, galopando sobre un caballo blanco. En el camino desde París a Borgoña hablé con los peregrinos, urgiéndoles unirse a las cruzadas. Ahora, ya en la Catedral de Vézelay me arrodillo ante el Abate Bernardo de Clairvaux.  Y le ofrezco mil de mis vasallos para luchar como soldados para la Segunda Cruzada. Mi plan está funcionando. El Abate acepta mi ofrecimiento. Ahora es momento de aprovechar las situaciones ocurridas en la corte para convencer a mi timorato consorte de partir hacia Oriente. Le sugiero al Abate que viaje conmigo hacia Paris para confesar al Rey, que está muy apesadumbrado por lo sucedido en Vitry. El Abate acepta. Luis  se confiesa con el Abate Bernardo de Vézelay, quien le sugiere como penitencia que combata contra los infieles en Palestina.



¿Cómo pude por un momento dudar de poder  hacer mi voluntad? Yo soy una mujer que puedo afirmar mi independencia porque tengo mis tierras y mi dinero.





Luis está compenetrado en la preparación de la Segunda Cruzada. Un poco para rescatar el Cáliz Sagrado y mucho para cumplir su penitencia y lavar su conciencia. Es el momento ideal para decirle que no lo voy a acompañar, que quiero quedarme en tierras francesas. Tal como lo calculé, el Rey me ordena que lo acompañe. Yo, como devota esposa que soy, decido acompañarlo aún “contra mi voluntad”. No sé si Luis a esta altura de los acontecimientos sigue tan perdidamente enamorado de mí. Lo que sé es que está celoso y conoce mi fogosidad.  Imagino que cree prudente llevarme a Jerusalén y no dejarme sola en Francia porque recela de tener un hijo varón, heredero al trono de Francia, del cual él  no haya aportado su semen.

¡Pobre rey de Francia! ¡Ingenuo esposo mío!  El peligro no está a orillas del Sena, el riesgo está en Oriente, en Antioquía, más específicamente en la presencia de quien fuera mi tutor y mi primer amor, mi tío Raimundo de Toulouse. ¿No te has dado cuenta ascético soberano que ha sido el deseo de volver a ver a mi tío el motivo de mi afán en contribuir a la concreción  de la Segunda Cruzada? 

Hoy, 1 de junio de 1147 Anno Domini, Luis y yo partimos hacia Tierra Santa. Hace menos de dos años he dado a luz a mi primer hija, María. No me preocupa dejar  la niña a cuidado de su aya. La dama encargada de cuidar la crianza y educación de mi hija es mi vieja y querida Annaïs .


¿Será posible que cualquier decisión, cualquier emprendimiento, cualquier audacia mía escandalice a toda Europa? El Rey Luis lleva junto a sus huestes los mil caballeros del ducado de Aquitania que oportunamente le ofrecí al Abate Bernardo.



Los mil vasallos prometidos por mí al Abate Bernardo parten rumbo a las Cruzadas.


Yo, por mi parte, llevo más de trescientas mujeres, entre damas y sirvientas. Mis damas y yo misma estamos vestidas como amazonas. Nuestra misión, y digo nuestra porque poseo y ejerzo la autoridad suprema e independiente del mismo, es  “atender y cuidar los heridos". Mis amazonas saben que aunque vestidas con armaduras y portando lanzas, nosotras no lucharemos. Nuestro cometido es entretener a los guerreros y cuidar a los heridos.

Nunca pensé que este viaje me iba a divertir tanto. Es que mi presencia, las de mis damas y los carromatos cargados de sirvientas enervan los santurrones pensamientos eclesiásticos. La iglesia, que ha sido rápida para aceptar mi ofrecimiento de dinero y vasallos guerreros, se muestra menos feliz con respecto a las damas.




Ya hemos atravesado Alemania, Belgrado y estamos a las puertas de Bizancio. Ya siento en mi sangre los efectos de las cálidas noches orientales.
 Estamos entrando en Constantinopla. Sale a recibirnos el emperador bizantino. Se llama Manuel. Mide toda mi persona mirándome desde la cabeza a los pies. Me doy cuenta que quedó a primera vista prendado de mi figura. No pierdo el tiempo en reverencias cortesanas. Decido devolverle la mirada sosteniendo mis pupilas verdes, sin un pestañeo, fijas en sus profundos ojos negros de lince moruno.  Sé que he despertado en el emperador su famoso  apetito desordenado por los deleites carnales.
Me cautiva la vitalidad de Manuel y sus súbditos. No he de desdeñar sus atenciones para conmigo. Es más, las retribuiré con creces. El brillo de los ornamentos, los paisajes exóticos, las esencias y los sonidos de la cultura bizantina ejercen una irresistible influencia en mi ánimo. Es todo tan atractivo. ¡Y sus costumbres son tan distintas a las francesas! Decido no perderme ninguna fiesta, ningún banquete o torneo, Y sus danzas son tan sensuales que despiertan todas las sensaciones de los sentidos.


Como siempre este pelmazo de Luis decide que debemos partir de inmediato hacia Efeso. Seguro que tanta diversión es contraria a la penitencia que aún debe cumplir para lavar su pecado de guerrero desalmado. Pero  también me pone de buen humor saber que embarcando en Efeso iremos navegando hasta Antioquía, donde está mi adorado tío Raimundo. Llegamos a Antioquía pero para mi pobre “coronado” esposo real las cosas empeoran. Luis y yo vivimos en un sube y baja de emociones. Cuando él sufre yo me regocijo, cuando yo padezco, él festeja.
Nos recibe mi tío Raimundo de Toulouse quien es el Príncipe de Antioquía. Nos aloja en su espléndido palacio.


¡Qué buen mozo está mi tío! ¡Cuántos recuerdos, todos tan gratos, cuántos momentos felices vuelven a mi memoria! Mi tío se muestra muy galante,  tan galante conmigo que no puedo  menos que renovar nuestra “profunda”  y “afectuosa” amistad…

Juntos revivimos  los tiempos pasados en Occitania. Nos comunicamos  en lengua occitana, cabalgamos  juntos, damos  fiestas en común y nos  encontramos a solas en innumerables ocasiones.
Me estremezco al comparar el aspecto físico de mi esposo con la de mi tío Raimundo. Mi tío es apuesto, impetuoso, fornido y un valiente caballero. ¡Pensar que tiene 45 años cumplidos!
Lo veo y me muero de pasión. Tiene la estampa del perfecto galán. Siempre con  su bella cabeza erguida,  montado sobre un caballo que parece más grande que lo normal, y sus varoniles manos sobre el pomo de la silla.
Raimundo, con sus cuarenta y cinco años,  es fuerte y guerrero;  Luis, de apenas veintiocho años,  es débil y cobarde.

   El calor me agobia de tal manera que no puedo  dormir de noche. Los afrodisíacos efectos del clima y la indiferencia de Luis, quien me  ha dejado dormir sola desde nuestra  salida de Francia, despiertan mi naturaleza dormida. ¿Puede alguien criticarme por mis actitudes, por mis elecciones, por querer vivir mi vida? Pero nunca faltan obsecuentes que quieren ganarse la simpatía del rey. Así le calientan la oreja diciéndole que muchas noches recibo la visita de un hombre - ¿será siempre el mismo? – que entra furtivamente a mis aposentos. La mente de Luis comienza a elucubrar juicios basados en indicios y observaciones. A mí me tienen sin cuidado las conjeturas del rey. Me las imagino, rondando la cabeza del frígido hombre, y me divierto: ¿Quién es  el misterioso amante que abandona la real alcoba antes del alba? ¿Un infiel? ¿Un cruzado que no puede resistir su deseo? ¿Su tío Raimundo? ¡Misterio!

 Sea como fuere, siempre me las arreglo para tener a la mañana siguiente un aspecto tan radiante que alimente las sospechas del rey.

 Esta noche tío Raimundo y yo estamos hablando. Él me cuenta de los negocios que tiene en Siria. Estamos tan cerca el uno del otro que nuestros alientos se mezclan. De repente aparece Luis. En un ataque de celos, no puedo decir que carentes de fundamento real o racional, me increpa delante de Raimundo. Quiero evitar una pelea entre ellos, así que le pido a Luis seguir discutiendo en nuestras habitaciones. Los celos de Luis se potencian pues se sabe un marido engañado. Me acusa de tener un comportamiento indigno de una reina. Más que eso, mi comportamiento no es de una reina sino de una prostituta. Me ordena que lo acompañe de regreso hacia Jerusalén, viaje que haremos  de inmediato.

No acepto su  orden y lo desafío abiertamente. Le pregunto si es más importante para él que me comporte como reina que como esposa. Quiero que me diga si es para él más importante ser rey que esposo. Yo antes que reina soy mujer y como tal, víctima de un hombre poderoso a quien yo  ya no amo.
Luis me mira asombrado. Me ordena abandonar Antioquia junto con él. Me grita que yo olvido muy fácilmente que soy su mujer.
Este discurso de marido despechado me enoja y despierta en mí un sentimiento negativo. Siento  que es una injusticia, que él me exija que yo sea su mujer cuando él desde hace tiempo ha olvidado ser mi hombre.

Luis ya fuera de sí me sigue gritando. ¡Pobre tonto! Yo nunca toqué a nadie de tu familia haciéndolo responsable de tu conducta hacia mí. Por eso cuando me dices que soy una mujer viciosa hija de una familia de perros incestuosos, decido contestarte cruelmente para hacerte sufrir.
-       Sabes Luis, tú que eres la castidad en persona,  que nuestro lecho es sacrílego porque somos parientes en un grado prohibido por la Iglesia.   

Se me ocurrió en el momento decir esto                                y creo que he encontrado, sin pensarlo, la salida a esta situación mía que ya no puedo soportar más.  Lo veo a Luis palidecer  intensamente pues es muy respetuoso con las leyes de la Iglesia. Ya no grita, y en voz baja y temblorosa me dice que de ser así sólo ve una salida: el divorcio.

Solución que acepto de inmediato ya que me siento  casada con un monje no con un rey.

Después de la discusión, vuelvo a mi habitación. Esta noche es una noche excepcional para mí. Es la primera noche desde que estoy en Antioquía que duermo sola, sin ninguna compañía masculina.


Ya vamos camino a Jerusalén. Extraño las voluptuosas noches de Antioquia. No quiero hablar más con Luis.  Ahora si él espera que desde nuestra salida de Antioquia un comportamiento impecable de mi parte, está muy equivocado. En un alto del camino salgo a cabalgar con mis amazonas. Nos encontramos con un pueblo nómada. Son los Jevsuris. Nos invitan a sus tiendas. Mis damas y yo aceptamos. No tardamos en confraternizar con nuestros nuevos amigos.  Mi cansancio, fastidio y tedio, originados por disgustos con Luis y la perspectiva de un retorno a un París que me deprime, pronto van a desaparecer. He decidido enseñarles a los hombres las bases de los duelos y torneos cortesanos y a las mujeres mostrarles cómo prepararles los trajes adecuados para esos menesteres.
Como siempre que hallo una actividad que me distrae y divierte, aparece el rey de Francia y trunca ya sea mi goce carnal o mi disfrute espiritual.

Estoy muy enojada y necesito canalizar mi rabia. Se me ocurre que sería muy interesante huir de Luis y toda la soldadesca que lo acompaña. Pienso que si puedo alejarme deprisa de todos estos cruzados, podría llegar a un puerto seguro y embarcarme en una galera. A lo mejor llegar hasta Egipto y encontrarme con Sal al-Din. Dicen que a pesar de su juventud muestra cualidades sexuales que de ordinario son más tardías. Tengo curiosidad por conocerlo. Pero hay algo que me hace pensar. ¿Cómo una mujer como yo ha de entregarse a un casi niño?


No, no iré en su búsqueda.  Recuerdo que tío Raimundo me ha hablado del gobernador de Siria, Nur al-Din. Me ha dicho que es un guerrero gran prestancia. Y que es muy respetado por su valentía Me contó que él y su hermano Sayf al-Din fueron llamados por el Emir de Damasco para que obligasen a los cruzados a levantar el sitio de la ciudad. Los dos llevaron a sus soldados con tanta inteligencia que lograron su cometido.  Esto es lo que preciso. Un hombre hecho y derecho. Ya a estas alturas poco me importa la derrota de los de la cruz. Yo solamente quiero vivir aventuras y si es posible con los más valientes aventureros. 
Sola no puedo llevar a cabo esta aventura. Llevaré a mis damas blancas, conmigo a la cabeza. No dejaré que venga ningún hombre. Llegaremos hasta los soldados turcos y  “entraremos en batalla” contra ellos.
No, no tengo que ser tan tonta. Es imposible llevar a cabo tamaña aventura. Necesito hacer algo que me entretenga. Voy a cambiar de parecer. Le sonreiré  a  a Luis y comenzaré a hablarle. A lo mejor  ahora que quedó tan lastimado en su virilidad  intentará demostrarme lo hombre que es y me visitará. Si es así, lo recibiré con los brazos abiertos. No tengo por ahora otra forma de pasar el tiempo.

Mi esposo pasó una noche de gozo carnal. Yo no. Pero traté de convencerlo que la idea del divorcio es el único camino que nos queda para que nuestras almas no se quemen en el infierno. Suerte que Luis es tan influenciable que a pesar de esa noche de placer no cambio sus intenciones de divorciarse de mí.

Estoy retornando a Francia. Es un viaje distinto al de ida. El barco que me transporta ha entrado al puerto de Sicilia. El Rey Luis VII de Francia, mi esposo que vuelve a Francia en otra nave, me envía un emisario portador de una noticia desagradable: el Príncipe de Antioquía, Raimundo de Toulouse, ha sido muerto en batalla y su hermosa cabeza coronada de rubios cabellos, ha sido enviada por el gobernador de Siria, Nur al-Din,  al Califa de Bagdad como trofeo de guerra.

Luis VII, rey de Francia, ¡puedes ser muy cruel cuando te lo propones!


Luis y yo nos encontramos en Sicilia. Apenas desembarco me entero que él está reunido con su consejero, el abad Suger, tratando el asunto de nuestro divorcio. No me gusta nada este personaje. El abad es muy buen político y tiene mucha influencia sobre las decisiones reales. Hay tan buena relación entre ellos que ha sido regente del reino en ausencia de Luis VII.
Segura estoy que se opondrá a los deseos del Rey de divorciarse de mí. Este viejo monje es muy hábil para lograr artificiosamente cualquier beneficio. Es casi tan astuto como lo soy yo cuando quiero conseguir algo.

Una de mis damas es la amante de un paje de cámara de Luis. La instruiré para que le pida a su  querido que preste atención a la conversación del Rey con el abad, así luego me informará sobre la misma, Será fácil para este muchacho, ya que sus funciones le permiten estar en todo momento junto al Rey.

Estoy bordando una tela que traje de Bizancio. La trama es sencilla, tan sencilla y fácil de realizar que mi mente, libre de toda otra preocupación, vuela hacia el Oriente y me trae recuerdos de Manuel, el gobernante bizantino con quien pasé tan agradables momentos. Ya comienzo a sentir ardores que desaparecen cuando me avisan que acaba de llegar Rolando, el paje de cámara del Rey. Dejo la labor, estoy ansiosa por escuchar su información. Lo hago pasar y comienzo a prestar atención a su relato. Me dice que apenas el abad escuchó la serie de palabras y frases empleadas por el rey en su discurso,  manifestando lo que siente y lo que ha decidido con respecto a su matrimonio, palideció y comenzó a mover su encapelada cabeza de izquierda a derecha. Ante ese gesto, el rey se calló y fue el Abad quien nerviosamente, comenzó a hablar.
Estoy tan ansiosa que le exijo al paje  me relate todo de una sola vez, sin detenerse nada más que para respirar. Rolando me cuenta que el prelado le advirtió al rey que piense que si los reyes se divorciasen, la reina Leonor recuperaría los territorios que aportó como parte de su dote.  Y para hacer las cosas peor, su majestad la reina sólo tiene 25 años, puede volver a casarse y con algún enemigo de Francia. Por lo tanto el Abad, a pesar de todos los sacrilegios cometidos por la real esposa, dejando de lado sus escrúpulos religiosos, le aconsejó al Rey que no se divorcie hasta su regreso a tierras francesas.  

Luis decide esperar. Mis ardores no menguan.  Llegamos a Roma donde nos espera el Papa. Éste, prevenido por Suger, les dice que entre nosotros no existe problema de consanguinidad y nuestro matrimonio es válido.  Luis, quien a pesar de todo sigue  enamorado de mí, se pone muy contento y ordena reiterar nuestros  votos matrimoniales, celebrando  de inmediato una nueva boda conmigo. 



¡Es de no creer! Si bien no puedo no aceptar – está la voluntad del Papa de por medio – tampoco quiero rehusarme. Es que tanto tiempo sin sentir la mano de un hombre sobre mi pecho ha enardecido mis necesidades y encendido mis pasiones. Esta noche mi nuevamente regio esposo pone tal esfuerzo en el lecho que pienso que las bendiciones papales han llegado al cielo.
Desde hace  algunas semanas no me siento muy bien. Supuse que fue el cansancio de tantos viajes lo que me tenía agotada. No, no es cansancio, es embarazo. ¡Es de no creer!

Le comento a Luis la novedad y él está tan alborozado que no pierde tiempo en reunir a la corte para anunciar que la reina Leonor está embarazada.

Somos un hombre y una mujer, ni siquiera una pareja, que simplemente han vuelto de una aventura en tierras lejanas y por esas cosas que suceden entre un hombre y una mujer hemos engendrado un hijo. Somos envidiados por muchas testas coronadas porque hemos cumplido un sueño que es ambicionado por tantos otros príncipes. La corte de Rey francés es la más reluciente en el mundo occidental.

Han pasado nueve lunas. Acabo de dar a luz a una niña. Mi segunda hija. Yo misma no me reconozco. Desde hace unos meses me he convertido en una esposa modelo. Pero Luis no es un esposo modelo. Sólo es un rey escrupuloso y piadoso.

 Tengo  28 años de edad. Soy una reina, dicen, de una belleza famosa quizá por ser la más bella de mi tiempo. Mi esposo ha vuelto de la cruzada más religioso y acético en su carácter;  yo soy cada vez más  coqueta y ligera de espíritu. Nuestro  matrimonio no es fácil, nunca lo será. Le he dado a Luis dos hijas, Marie y Alicia,  en 14 años de matrimonio, pero no un hijo varón. La ausencia de un heredero, un hijo varón,  hace pensar a Luis que no es mala idea replantearse la posibilidad de un divorcio. Su reino está antes que su matrimonio, su deber de rey está antes que su papel de esposo, no importa si está enamorado de mí o no.

Ya no aguanto más esta situación. Me disgusta mi presente vida unida a un  marido beato, neutral, frío, sin pasión, celoso y no muy aficionado al deporte erótico. No voy a frenar mi deseo de seducir y complacer – ¿o complacerme? – cometiendo  “imprudencias” con jóvenes señores invitados a palacio. He de mostrarme como soy y como me gusta ser, sensual y coqueta. A lo mejor consigo enojar tanto a Luis que al final opte por el divorcio.

¡Qué felicidad y por partida doble!
Ayer me dieron la noticia que Luis, disgustado y colérico por mi comportamiento, no habló con Suger sino con un grupo de obispos amigos suyos y enemigos del Abad. Estos obispos le aseguraron que hay consanguinidad entre nosotros y que nuestro matrimonio es nulo.
Hoy conocí a Godofredo de Anjou. Es un hombre ambicioso, guapo y galante. Godofredo es vasallo del rey de Francia. Me comentó que había pensado quedarse poco tiempo, el necesario para cumplir con su propósito de prestar juramento solemne de fidelidad al  rey y obligarse al cumplimiento de cualquier pacto con él frente a la corte francesa. Pero que al conocerme cambió de idea y decidió prolongar su estadía en Paris. Hace ya casi un mes que Godofredo está viviendo en palacio. La ceremonia de homenajear al rey de Francia frente a la corte se ha postergado todo este tiempo porque Godofredo decidió llamar a su hijo, Enrique, para que ambos, padre e hijo, presenten sus respetos y juren fidelidad al rey. Yo me siento muy bien porque mi amistad con el de Anjou ha derivado en una activa situación sentimental que me hace mucho bien. He decidido no esconder mi “amistad” con Godofredo pues ya estoy segura que mi divorcio de Luis VII no tardará mucho en producirse.

Godofredo está conmigo en mi recámara esperando a su hijo. Me dice que el nombre del muchacho es Enrique, Enrique de Plantagenet, conde de Anjou y de Touraine y nieto de Enrique I de Inglaterra. Mientras esperamos la llegada de Enrique, Godofredo me cuenta que los Plantagenet sienten orgullo de su estirpe y no pueden evitar que sus actos de alguna manera estén regidos por sus orígenes que se dicen son sobrenaturales, oscuros y demoníacos.
 Esta leyenda, que impone un temeroso respeto a sus gentes y a sus enemigos, enciende en mi pecho una pasión rayana en la obsesión. ¡Qué hombre Godofredo!

Una de mis damas introduce a mis habitaciones a un joven tan guapo y tan fuerte como su padre. No puedo dejar de comparar al joven con el que me casé y quien es aún mi esposo – Dios quiera que por poco tiempo - cuando él tenía casi la misma edad que este mocetón.

Godofredo ha salido de caza con parte de la comitiva real. El rey no ha tomado parte de la cacería aduciendo un fuerte resfriado. ¿Serán celos? Bah, ya no me importan sus celos. Lo que me importa es que Enrique ha venido a visitarme.
 Estamos conversando amorosamente mientras nuestras miradas se sostienen en un profundo y significativo contacto visual. De los ojos descendemos hasta nuestros labios. Sus labios queman los míos con besos que no me dejan pensar. En cada beso suyo me siento desmayar. ¡Adoro la audacia de este joven! 



Godofredo y Enrique han partido. El palacio me parece vacío sin ellos. Decido viajar hacia Blois. De cualquier modo no tengo tiempo de extrañarlos. Acaban de avisarme que ha fallecido el abad Suger y que de inmediato los obispos enemigos de Suger dictaminaron en el concilio de Beaugency  el divorcio del Rey Luis VII y Leonor de Aquitania. ¡Al fin!

 Estoy muy feliz. Que satisfacción experimenté cuando me enteré de la noticia Estaba harta de ese marido demasiado escrupuloso y piadoso, que pasaba sus días rezando y vigilándome. Ahora podré retomar mi sueño tanto tiempo postergado: volver a organizar otra corte de amor con  trovadores y  mujeres hermosas.

Pero debo ser cuidadosa. Debo pensar como lo hiciera mi padre, el duque Guillermo de Poitiers. De acuerdo a las costumbres feudales, yo retengo para mí las posesiones de Aquitania, lo que significa que desde ahora soy otra vez una joven y bella  duquesa soltera, que posee un tercio de Francia.
Seguro que tendré numerosos pretendientes. Debo mantener mi cabeza en su lugar. ¡Ay, si por lo menos viviese mi tío Raimundo!  No tengo quien me aconseje sobre las condiciones de mi esposo para divorciarnos, condiciones que debo aceptar. Tengo que  firmar  varios acuerdos. Debo comprometerme a no casarme de nuevo sin el permiso del rey de Francia y debo dejar transcurrir un año antes de una nueva boda.

Lo primero que haré es refugiarme en mi castillo de Poitiers. Lo segundo es enfriar mis pasiones para pensar con la cabeza y no con los ovarios. ¿Podré?





Reina de Corazones, Esclava de Pasiones.



Estoy apoyada contra la verja de una de las ventanas de mi castillo. Es una hermosa mañana. Veo acercarse a un joven que conozco muy bien. Nos hemos amado muchas veces en mis habitaciones del palacio en el que vivía cuando era reina de Francia. Fue hace no mucho tiempo, en el pasado verano parisino. Pero el tiempo no se mide por el calendario, se mide por los momentos en que he deseado febrilmente sus labios volver a  besar.
Lo miro llegar y confirmo mis recuerdos sobre su estampa juvenil. Es guapo, con cuello de toro, cabellos rojos y cortos, cara pecosa, fuerza volcánica, maneras cautivadoras.  Me seduce su atractiva tosquedad, sus palabras tiernas contrastando con su masculinidad, su conocimiento de las buenas letras y de la música.

Enrique de Plantagenet… has llegado hasta mi puerta. Te he requerido por medio de una carta y has venido de inmediato. Eres once años más joven que yo pero eso… ¿qué importa? A pesar de nuestra diferencia de edad, estoy tan segura de mi misma que no te preguntaré si estás sinceramente enamorado de mí.

Muero  por ser tu esposa. Tengo miedo de perderte. Tengo miedo que te vayas y no vuelvas más. Estoy tan  excitada y ansiosa. Quiero celebrar nuestro matrimonio en Poitiers. Ya mismo, si fuese posible

No tengo más paciencia. Han pasado dos meses desde el  concilio de Beaugency. Mañana nos casaremos. No sólo seremos esposos sino amantes... y para toda la vida.

Enrique me ha dicho que no tenemos porque comunicarle nada a Luis VII, porque si bien él es el rey de Francia, nosotros poseemos la autoridad suprema e independiente del amor y del deseo.

¡Cómo te amo, Enrique Plantagenet!


Nos casamos en primavera,  en el mes de mayo de este año; estamos en el mes de octubre de este mismo año, es otoño. Pero este año el otoño no es triste ni gris. Es alegre y dorado. Ha nacido nuestro  primer hijo. Enrique aceptó llamarlo Guillermo, como mi padre. Es un robusto varón, sano y completo. Con Luis nunca hube conseguido una maternidad tan plena y feliz.

Mientras amamanto a mi hijo Guillermo, no dejo de mirar a mi esposo Enrique. No sólo lo amo por su físico, lo amo por su lustre de sangre, por su bizarría, por su amor hacia mí.
Las cortes reales tienen ojos, oídos y lenguas dispuestas al cotorreo. Enrique nunca se sinceró conmigo contándome de la opinión de su padre sobre nuestra situación. Annaïs, quien era mi dama de confianza en la corte de Luis, me contó que escuchó al padre de Enrique  advertirle que no me tocara, "primero porque ella es la esposa de tu señor Luis,  rey de Francia y segundo  porque yo... la he conocido íntimamente."
  Pero, ignorando el consejo de su padre, Enrique, con la soberbia de su juventud y la audacia de los Plantagenet  "presumió de haber dormido con la reina de Francia, mientras la tomó de su propio señor para casarse finalmente con ella”.
Godofredo, quiso disuadir a su hijo de su relación conmigo. Me pregunto si se había enamorado tanto de mi persona o si eran celos del padre hacia el hijo.
Annaïs me contó que en un momento dado, ya hablando solo, porque Enrique se había ido del lugar de  la discusión se preguntó “¿Cómo podrá algo afortunado”, “surgir de esta copulación?”

Querido Godofredo, la primera cosa que surge --sólo cinco meses después de mi matrimonio con tu hijo -- es un robusto niño que se llama Guillermo como mi padre.



¡Soy nuevamente reina! ¡Reina de Inglaterra!  Esta vez soy coronada en la Abadía de Westminster por el  Arzobispo Teobaldo. Ahora mi Aquitania se une a Inglaterra y mi adorado Enrique hace realidad  el sueño de su abuelo: un estado Anglo-Normando unido. Como  Rey de Inglaterra, duque de Normandia y Aquitania, conde de Anjou y de Maine, Enrique Plantagenet, de 21 años es  el más gran gobernante en el mundo.


Enrique sabe de mi propósito de participar, junto con él,  en la política de nuestro estado Anglo-Normando. Me acepta a su lado, aunque dice que la política no me tiene que interesar Sostiene que son mis celos los que me hacen cruzar con frecuencia el Canal de la Mancha acompañándolo en sus constantes viajes para impartir justicia tanto en Inglaterra como en sus  posesiones continentales. Yo trato de hacerlo feliz brindándome toda a él  y cumpliendo con mi deber de reina medieval produciendo herederos al trono,  dando a luz los frutos de nuestro apasionado amor.

Ya tenemos ocho hijos. Nuestro primogénito, Guillermo, falleció a los tres años, pero los demás: Enrique, Matilde, Ricardo, Godofredo, Leonor, Juana y Juan crecen con buena salud. No me olvido de las dos hijas que he tenido en mi primer matrimonio con Luis VII de Francia. ¡He parido diez hijos! Es una  cifra notable ya que soy una mujer que paso gran parte de mi vida montada a caballo. Me pregunto si será por eso o porque debo reconocer que no soy tan joven que mi último parto, el de Juan, fue horrible.


Los años se suman en mi vida. He cumplido cuarenta y cuatro años, las ausencias de Enrique, cada vez más frecuentes, se suman en mi corazón. En estas ausencias yo  actúo como regente en una y otra parte del Canal. Enrique tiene carácter fuerte y sé que  no le agrada mi injerencia en el manejo político del reino cuando él está lejos.

Como reina de Inglaterra, lujos y privilegios son mi vida. Pero mi vida es un infierno. Durante el día, desde que me levanto hasta que me acuesto, y por las noches, en las que casi nunca puedo conciliar el sueño, mi corazón está temeroso de perder al hombre que he amado y amaré hasta mi muerte. Enrique, mí adorado Enrique.
 Cuando Enrique no está en conmigo mi real existencia está protegida por la ancha zanja que rodea las gruesas murallas del castillo pero mi real corazón está desprotegido y se siente triste y vacío.

 Me pregunto una y otra vez  ¿dónde está Enrique, por qué se ausenta tan frecuentemente, adónde va? Me conformo a mi misma justificando su comportamiento. Así me digo que Enrique, como todo buen monarca,  está de viaje cuidando las fronteras de su reino, impartiendo justicia o guerreando para conservar sus territorios. Que  sale a cabalgar o a cazar porque siente pasión por la cetrería. Que mis celos son infundados. Pero no puedo convencerme. Muero de ansiedad y a veces pienso que voy a enloquecer. Temo perderlo, no verlo más. Odio pensar que sus manos puedan acariciar otros pechos que no sean los  míos.

Mientras trabajo con la rueca hilando lana o compongo música  tocando la viola no dejo de pensar en mi Enrique. Me pregunto por qué el destino me ha hecho conocer y enamorarme como una inocente e inexperta adolescente de Enrique de Plantagenet, Rey de Inglaterra, quien me ha hecho Reina de un país tan brumoso y frío.

  
Me miro sobre la bruñida superficie del espejo que hace tantos años me regalaron en Bizancio y que conservo como uno de mis más amadas pertenencias. A veces no me reconozco como la Reina del Amor Cortesano o la Diosa de Juglares y Trovadores que solía ser. Cuando Enrique está lejos de mí, me consumo en largas horas de bordados y ruecas, matizadas sólo por ocasionales banquetes y torneos. De vez en cuando organizo reuniones con trovadores y mujeres hermosas pero Enrique no es Luis. Las mujeres hermosas rondan a su alrededor y él no las ignora. Cuando él las mira siento que una daga se hunde en mis carnes.

Estoy desesperadamente enamorada de Enrique pero no debo dejar que los celos crezcan en mis pensamientos. Cela el que se siente inferior al ser que ama y yo no soy una mujer inferior a nadie, ni aún a Enrique.
Pero sé que él y yo no contamos entre nuestras virtudes la de abstenernos  de todo goce carnal. Y ese pensamiento me turba. Cuándo él está ausente me basta con pensar en sus hermosos ojos grises que se inyectan en sangre en los momentos de pasión. ¿Qué tendrán sus ojos que cuando me miran siento arder en mi interior un fuego pasional?  Es un maestro en provocar mis deseos. Pero… ¿cómo y con quién pasará sus horas de descanso lejos de mí? 

A veces pienso en mis  dos hijas, dejadas en la Corte de Francia con su padre Luis VII. Luis VII se ha vuelto a casar con Constanza de Castilla… A veces trato de imaginarme la nueva vida de mi ex esposo… aunque no tengo  ningún sentimiento hacia él. Recuerdo mis aposentos en Francia y los comparo con mi palacio en Londres. En éste el mobiliario es sobrio, escaso, sencillo. Sólo se destaca la gigantesca cama con dosel que alberga mi felicidad cuando la comparto con Enrique  y mi angustia durante mis solitarias noches. Mi placer es poner en el lugar vacío de mi esposo mi pieza favorita del mobiliario: un pequeño arcón de cuero preciosamente forrado con pieles que perteneció  a mi madre. En él atesoro mis  joyas. Las miro, las toco, me las pongo, el roce de las gemas es tan sensual que se me antoja sentir las caricias – y hasta los besos – de Enrique sobre mi  piel… y así me  duermo. Seguro que con una sonrisa en mis labios.
 A la mañana siguiente me sumerjo en el agua tibia de la tina de madera donde me baño. Me miro  en mi espejo bizantino mientras cepillo y peino mis hermosos y largos cabellos. Tengo tanto, tanto tiempo para hacerlo…


Esta mañana el castillo es un hervidero de sirvientes que corren de acá para allá.
A los sirvientes de siempre les he añadido  otros nuevos porque regresa el Rey Enrique y me dispongo a esperarlo con un banquete.
Después de mi baño me pruebo vestido tras vestido de mi guardarropa. Finalmente elijo un hermoso vestido color  tela verde malaquita todo recamado con hilos de oro. Ahora recojo  mi cabellera en un elaborado trenzado. Me alhajo acorde a mi  rango y me baño en exóticos perfumes.

El palacio inglés es gris y aburrido. Por eso dispongo que el salón real esté iluminado por centenares de velas. Preparo  todo para honrar al Rey, mi Señor, de acuerdo a mi buen gusto y a mi deseo de agradarle. No he olvidado  las reglas sociales que aprendí durante mi paso por las tierras orientales: el brillo de los ornamentos,  los alimentos exóticos, las esencias y los sonidos de la cultura bizantina son los elementos que siempre uso para seducir como anfitriona a Enrique, mí más distinguido invitado. Mis invitados comen con las manos y utilizan sólo un plato por pareja, por eso hago colocar pequeños cuencos de metal con agua perfumada para que laven sus manos y cuencos más grandes para beber. Todas estas reglas de buen gusto las aprendí de los moros.

La fiesta de bienvenida está en su meridiano. Los músicos y los poetas, los juglares y los trovadores cantan sus alabanzas al apuesto joven que está a mi lado y que es mi Rey, mi  esposo y mi amante.
No se apagan los rescoldos del fogón ni se disipa el humo de las velas cuando Enrique y yo abandonamos el salón rumbo a los aposentos reales… Mi esposo físicamente es comparable al más bello de los hombres, pero su belleza tiene algo aterrador, algo animal.


Días después, ajeno a la hoguera pasional que sus regresos y partidas encienden en mí Enrique regresa al camino y parte. Otra vez quedo sola, sentada sobre edredones de plumón con la vista fija sobre el magnífico jinete que se aleja, se empequeñece y se pierde en el bello paisaje que diviso desde el ventanal.  Nuevamente comienzo a esperar, hora tras hora, del regreso de mi apuesto caballero quien no sólo me hizo Reina de Corazones sino Esclava de Pasiones.

Y acá estoy,  sentada frente a la chimenea del salón donde siempre hay troncos encendidos – es tan frío y brumoso Londres – que alimentan las llamas que miran sin ver mis ojos verdes, antes risueños, ahora melancólicos. Estoy  triste, sin saber por qué… ¿o sí?


 Estoy llorando. Mis damas de compañía me miran azoradas. Nunca me vieron llorar. Las lágrimas de deslizan sobre mis mejillas mientras mi vista se fija en un punto indefinido del lejano horizonte de mi  amor.

Mis damas me preguntan si la reina llora porque añora a su esposo.

 Les contesto que no, que la reina llora por la maldad del rey.

A cada regreso de Enrique a  palacio lo espero en el lecho para entregarle desenfrenadamente mi cuerpo. Él no me rechaza pero comienza a reconvenirme. Censura mis demostraciones de afecto hacia él frente a los cortesanos.  Me dice que como rey, sólo acepta mis demostraciones de amor en la intimidad y que nuestro desenfreno sexual sea sólo en privado.

 En público el honor de la reina es primero.

 ¡Otra vez dejo de ser una mujer para ser reina!




Presto más atención a las murmuraciones palaciegas. No tengo más remedio que ver lo que no quiero ver. De ninguna manera Enrique renuncia a las doncellas, nobles o campesinas, cuando éstas lo invitan a su lecho y le entregan su cuerpo, a veces sobre lechos de lujo, a veces sobre camastros armados en la tibieza de los establos.
Así comienza a llenarse la guardería real de hijos bastardos de paterna sangre real. Sé que es difícil de entender como acepto que mis propios hijos crezcan al lado de los hijos ilegítimos del rey, vergonzosamente concebidos. Acepto cualquier cosa porque  mi amor hacia él sigue vivo, aunque antes pensaba que sólo morirá cuando yo cierre mis ojos; ahora no estoy tan segura de ello.



Ha comenzado un desfile abigarrado, heterogéneo, de las queridas de Enrique. La corte se ha convertido en un lupanar de lujo. A todas estas busconas las desprecio. No son rivales para mí. He decidido acabar mi relación con  Enrique. Ya no hay vuelta atrás entre nosotros. Una mujer como yo no debe admitir un trato de amor plagado de engaños con tantas despreciables meretrices.

Estoy pasando un momento complicado. Tantos embarazos y partos han ensanchado mis caderas, sembrado de estrías mi cuerpo, ablandando mis carnes. Juan, será mi último hijo. Parirlo ha sido muy difícil. Yo ya no tengo edad para parir más hijos sin poner en riesgo mi vida y la del bebé. Y ahora, para completar mis malestares, me cuentan que Enrique, aprovechándose del tiempo que he debido pasar en cama tratando de reponer mis fuerzas, ha blanqueado su relación con una joven muchacha llamada Rosamunda, hija de un caballero normando llamado Gautier de Clifford.



Me entero que desde hace tiempo tiene una relación pública con esa muchacha, que dicen es muy bella. La conocen como “La Bella Rosamunda”. Dicen que la joven dama es celebrada en baladas y romances que son calurosamente festejados por Enrique. Ella le ha dado dos hijos bastardos. Le pido a Enrique me señale los niños de Rosamunda entre la caterva de bastardos que se crían con nuestros hijos en la guardería real. Él se niega. Estoy furiosa, herida en mi amor propio y sangrando en mi corazón. Con voz calma y serena le juro a mi esposo que he  de matar a mi rival. Enrique se estremece ante mi amenaza. Sabe que una de mis antepasadas se apoderó de una rival y la entregó durante toda una noche de placer a la soldadesca, tras lo cual le hizo sacar los ojos. Veo miedo en los ojos de Enrique y eso me enoja mucho más.


Soy una mujer fuerte. Estos meses de descanso me ayudaron a recuperar mis fuerzas. Estoy ansiosa por poder montar a caballo. Es que necesito ir a la residencia de Woodstock para confirmar que es cierto lo que mis damas me han contado. Se comenta que el rey Enrique hizo construir un laberinto alrededor de la residencia de Woodstock para ocultar a su amante Rosamunda de mis iras porque teme una venganza de mi parte. Quiero ver si es cierto que ese laberinto es tan complicado que sólo él y un fiel servidor conocen el secreto del lugar. Los patanes del pueblo se ríen diciendo que el lugar ha sido diseñado artificiosamente para confundir a la reina Leonor, así que “si ella se adentra en el laberinto no pueda acertar con la salida.”

Te quedarás con las ganas, rey Enrique. La reina Leonor no visitará la residencia de Woodstock,  se alejará de Inglaterra para volver a su amada Aquitania. Además haré algo mejor que vengarme asesinando a Rosamunda. Sublevaré el Poitou.


Te muestras cariñoso conmigo pero ya nada volverá a ser como antes. Me dices que es un momento oportuno para  organizar un viaje por las provincias francesas durante las fiestas de Navidad. Es una hábil maniobra tuya, pero para nada eficaz. Eres muy tonto, Enrique, si crees que nada puede complacerme  tanto como volver a mi tierra. Que ese viaje aplacará mis celos y me hará cambiar de idea. ¡Pensar que después de convivir quince años no has llegado a conocerme, querido esposo mío!


Hemos sido saludados con entusiasmo a nuestro paso por distintas villas y ciudades. Ahora estamos en Burdeos. Acá nos separamos. Enrique vuelve a Londres y yo sigo a Poitiers.

Ahora, ya en Poitiers me encuentro con Marie, mi hija mayor, fruto de mi primer matrimonio. Las dos hemos crecido y madurado. Nos reconciliamos.  Recibo la visita de mi trovador favorito, Bernardo de Ventadour, a quien conocí en un viaje anterior a Poitiers, que hice junto con Enrique.

 En aquella oportunidad Bernardo me dedicó una canción. Recuerdo que decía que no le agradaba ser gobernado por mí si yo no le pertenecía desde el día en que le permití mirarse en mis ojos, un espejo tan agradable para él…. Bernardo me decía en esa misma canción que sus suspiros fueron más profundos desde que él se perdió en mí como Narciso en la fuente…. l

Bernardo me saluda emocionado y me recuerda lo emocionada que quedé al escuchar tan bello poema y la forma en que le agradecí tanta delicadeza. En verdad le agradecí al trovador su rima de la manera en que yo acostumbraba – y volveré a acostumbrarme -  a agradecer. El poeta y yo tuvimos una romántica noche en “común”. Recuerdo haberme despedido prometiéndole que volvería pronto y que él ya no tendría motivos para estar triste. Bernardo entendió esta promesa dicha en medias palabras.


En esa oportunidad quedé encinta. A pesar de las habladurías cortesanas y los chismes de las tabernas ese niño fue el resultado de una noche caliente entre mi rey y su reina. Enrique y yo volvimos a Inglaterra con mi adorado hijo Ricardo en mi creciendo en mi vientre. Este recuerdo me hace feliz. Ya estaba yo experimentando un nuevo sentimiento desconocido en mí. Los celos. Los celos se estaban comenzando a posesionarse de mí. Comencé a temer que Enrique me abandonase, temer no poder controlarme emocionalmente llegado el caso y temer no poder vivir sin Enrique a mi lado.

Ya no era sólo el deseo carnal sino la necesidad emocional de tenerlo a mi lado. Mi problema no residía en mis sentimientos y miedos sino en mis ansiedades e inseguridades acerca de nosotros. Quizá comenzaba a pesar la diferencia de los años… Por eso necesitaba sentirme joven y, de acuerdo a mis códigos,  si podía  existir sexo sin amor, podía  sentirse placer sin traición… mientras yo siga amando al hombre de mi vida que es el padre de mis hijos. Desde que me casé con Enrique nunca le fui infiel. Lamento no haberlo sido. En aquél momento yo creía que a nuestro amor nunca  lo heriría la infidelidad.


¡Basta de recuerdos! Es época de Navidad, estoy en Poitiers después de varios años de ausencia. Bernardo de Ventadour, que me había mandado a Inglaterra muchas canciones llenas de amor, está conmigo. Me regala un poema que dice escribió cuando aparecí ante sus ojos. Me pide no lo lea. Quiere ser él mismo quien me lo cante esta noche, junto al fuego, acompañándose de una cítara.

“ Mi corazón está lleno de tanta alegría, que todo aparece cambiado en la naturaleza. Veo el invierno blanco, rojo y amarillo;
 Con el viento y la lluvia crece mi felicidad, aumenta mi talento y mi voz se embellece. Tengo en el corazón tanto amor de placer y alegría,  que el hielo parece flor y la nieve verde” 


 Es un invierno duro. Fuera, el viento del invierno levanta polvo de nieve. Dentro, yo me emociono con la canción. Pienso que hace muchos años que este trovador suspira por  mi amor y que debo hacer algo por él. Me levanto, me acerco  a Bernardo mirándole a los ojos y lo beso en la boca. El juglar, al que atormenta el deseo desde hace tanto tiempo, me hace comprender, primero con el beso y luego con un gran suspiro, que necesita algo más de mí para sentirse mejor.
Mis habitaciones no  están lejos y yo soy tan compresiva…


 Esta mañana mi trovador no está aún repuesto de su triunfo. Decide permanecer en  Poitiers, si es de mi agrado. Por supuesto que lo es. Después de una segunda y última noche de pasión, Bernardo me  entrega una rosa roja y su última canción, inspirada en mí, como prenda de amor eterno hacia mi persona.  Estos versos,  de una gran gentileza, pero de poca discreción, me emocionan:

“No podrá mi dama negar su amor. Para siempre podré halagarme de haber acariciado su suavidad…”

 Voy a aprovechar este viaje para reunir, en los distintos sitios donde paro, una  corte de amor como la que ya formara en Poitiers, antes de convertirme en reina de Inglaterra.
¡Lo he conseguido! Esta nueva corte está compuesta por una veintena de mis  damas, algunos trovadores y otros tantos caballeros conocidos por su galantería con las damas. Será  nuevamente   un centro de cultura


 He creado las Cortes del Amor, que ciertamente no son tribunales. He elaborado de tal manera la trama de esta doctrina que la misma se presta a intrigas largas y complicadas, a discusiones casi jurídicas, siendo lo esencial en cada caso, saber quién tiene la razón, si el enamorado o la enamorada. Cuando un debate amoroso llega a ser demasiado arduo, debe convocarse a una gran dama, a veces incluso a la propia Reina (que soy yo misma) para que actúe como árbitro. Ésta responde por escrito explicando, de mil maneras, los motivos de su decisión.

Después de dieciséis años de mi casamiento con Enrique, de darle 8 hijos y de innumerables discusiones conyugales, estoy nuevamente en   Poitiers, la tierra de mi abuelo y de mi padre, so pretexto de gobernar a mis inquietos súbditos. La realidad es otra. Enrique ha sido y es un empedernido mujeriego y yo soy coqueta, frívola y fogosa. No soporto más ser el juguete de los caprichos de mi esposo y de no poder negarme a los mismos. En Poitiers mi corte es un centro de cultura y una escuela superior del arte cortesano dentro de la vida de toda la Europa occidental.
Futuros reyes y reinas, duques y princesas se forman según mi modelo y harán luego de sus cortes copias de las mías. Segura estoy que soy la  la primera y más grande reina, y que viviré para  perdurar en el futuro. Me recordarán como una mujer fuerte siempre apasionada por algún deseo o un odio,  rodeada de un aura de gloria y de lujuria.

Es este momento una bisagra en mi vida. He vuelto a encontrarme  con mi  hija mayor, la que tuve con Luis VII, Marie de Champagne. Marie comparte conmigo los mismos intereses intelectuales y sentimentales. Ambas queremos  reinar sobre las cortes de amor y ayudar a trovadores y juglares. Pero yo ya soy cincuentona y no soy mujer de contentarme con pasar el resto de su vida organizando cortes de amor y ayudando a trovadores y juglares sin ser protagonista de las aventuras por ellos cantadas.
Además quiero volver a ser parte de la vida de Enrique. No para amarlo sino para complicarlo. Sé que la cama ya no es el campo de batalla para luchar contra Enrique, así que comenzaré a complotar contra él. 
Quiero más poder que  el que Enrique está dispuesto a darme. ¡Ya la conjuración está en marcha!

¡Maldito seas Enrique! sabedor de esta situación me ordenas que regrese inmediatamente a Inglaterra. Obedezco  pero sigo con mi plan. Cuídate Enrique, no hay enemigo más peligroso que una mujer despechada. Y yo lo estoy. He de despertar la ambición de mis hijos varones, de los tres que me quedan vivos para que confabulen contra su padre.
Sigo con la idea de la rebelión. Cuando lo comento con mis hijos Enrique, Ricardo y Juan, éstos me dicen que su padre se sorprende con este  acto de agresión tan inusual para una mujer. Quizá sea inusual para cualquier mujer, no para mí. En mi esta actitud está sobradamente justificada. Tras dos décadas de parir hijos, de aguantar las infidelidades de mi marido, de continuas discusiones, de tener que compartir mi  independencia y poder, decido que tengo el derecho de gobernar Aquitania con mi amado hijo Ricardo prescindiendo del padre.



Hace un mes cumplí cincuenta años. El regalo de Enrique fue haber desbaratado la rebelión impulsada por mí y la orden de encarcelarme por tiempo indeterminado.

Estoy encerrada en distintas jaulas doradas. El rey cree que soy tan poderosa que tenerme por mucho tiempo en un solo sitio puede ser peligroso. A lo mejor seduzco a mis guardias, o mejor los enveneno uno a uno, y me escapo y me convierto en Leonor, la Vengadora. ¡Pobre tonto!

¡Ojalá pronto acabe tu buena suerte, odiado Plantagenet!

Me llegan toda clase de noticias de tu conducta. Sé que te exhibes con Rosamunda como si ella fuese tu reina. Exhíbete desvergonzado libertino con tu rubia Rosamunda. Y conste que no te llamo libertino por tu propensión a los deleites carnales. Te llamo libertino porque para mí eres un esclavo a quien he decidido dar  la libertad para que sacie su apetito inmoderado de sexo promiscuo.
Sé que intentaste conseguir nuestro divorcio pero no lo lograste. Invitaste a Inglaterra el cardenal de Saint Ange, Uguccione. El muy falso te dio alguna esperanza al respecto. Me gusta, el ladino viejo clérigo te estafó con falsas promesas. Sé que lo recibiste solícitamente, le regalaste soberbios caballos y dispusiste para él y su séquito suntuosos aposentos en el palacio de Westminster. Todo fue en balde: el legado marchó de nuevo sin escuchar las instancias que tus consejeros le hicieron  para que fuese anulado tu  matrimonio conmigo.



La suerte es una amante que abandona sin piedad alguna. Enrique ha muerto. No se cae ninguna lágrima de mis ojos. Mi amor ha muerto antes de morir él. Pero lucharé hasta el final de mis días para que la dinastía de los Plantagenet esté siempre sobre el reinado Anglo-Normando.

Estoy liberada no sólo de la prisión sino de mi carcelero. Has muerto Enrique y no te lloro. Reconozco que no ha sido una prisión muy dura pero para un espíritu libre como el mío ha sido bastante pesada.
Ya pasó mi odio hacia Rosamunda pero aún me queda el dolor de la traición que le has hecho a tu hijo Ricardo.
 Muchas aventuras tuviste, aventuras que hirieron a Leonor en lo más profundo de su orgullo de mujer y de reina. Pero la más dolorosa fue cuando te involucraste con la prometida de su hijo Ricardo, la princesa Alys, condesa de Vexin. Alys es hija de mi primer marido, el rey Luis VII de Francia  y su segunda esposa,  Constanza de Castilla. Tú sabías, disoluto monarca, que la niña había sido prometida a Ricardo cuando él tenía tres años de edad y ella dos.

Por ese motivo Alys fue  enviada a nuestra  corte para ser educada como correspondía a su linaje y a su compromiso. La cuidé  como si la niña hubiese sido mi propia hija. Pero cuando Alys se convirtió en una bella joven, tú la hiciste tu amante. También quisiste comenzar a negociar la anulación de nuestro matrimonio para casarte con Alys.


 Nunca conseguiste mi consentimiento para esa anulación, a pesar que me enteré que Alys había dado a luz un hijo ilegítimo del rey de Inglaterra.

¡Así me pagaron los dos, Alys y tú.




 Pero la fortuna me vuelve a sonreír.


Ricardo es rey. Ricardo Corazón de León.  ¡Querido hijo mío! No morirá la dinastía de los Plantagenet. Aunque me pese, lleva en sus venas sangre mía y sangre tuya, malvado Enrique. Pero mi hijo no me defraudará, ya lo verás desde el infierno que es tu última morada. ¡la que te mereces!



Ricardo pronto parte  en una cruzada. Me nombra regente del reino. Dictamina que mi palabra, la palabra de la Reina Leonor será la ley en todos los asuntos.
Me llegan noticias de que Ricardo se ha encontrado varias veces con Sal- al-Din. Dicen que ambos mantienen relaciones muy fluidas, quizá íntimas. ¡Ay, Ricardo! Cómo espero tu regreso para que me cuentes tantas cosas… te espero  ansiosamente porque siento deseos de recoger trozos de mi juventud antes de que sea muy tarde para mi memoria. También es necesario tu regreso. ¡Si supieras cuántas veces he tenido que intervenir mientras tú luchas  en Tierra Santa! Quédate tranquilo que tu madre sabe cómo defender tu trono - incluso contra mi hijo menor, tu hermano Juan.

No hay descanso para mí. Ricardo ha sido capturado en su camino a casa. Utilizo toda mi influencia que es mucha, para recaudar el dinero del rescate y conseguir su liberación.


Pero sigo trabajando sin cansancio en nombre de mi hijo preferido. Voy desde un extremo de Europa a otro, a menudo arriesgando mi vida en mis esfuerzos por mantener la lealtad de los compromisos entre los diferentes gobernantes, cementar alianzas matrimoniales y vigilar la administración de nuestro  ejército y de nuestras fincas.
También soy abuela. Me siento comprometida con el futuro de mis nietos.  A veces me pregunto si todo esto no lo hago por Ricardo y mis hijos sino por la memoria del Plantagenet y mantener su recuerdo presente en Inglaterra y Aquitania.

He llegado a Castilla, vengo a buscar a mi nieta Blanca para casarla con  Luis VIII,  nieto de quien fuera mi primer marido, ¿se acuerdan de él? Luis VII de Francia… ha pasado una eternidad desde entonces.

Setenta años son muchos años. Pero no para mí. Estoy empeñada en cimentar la dinastía de los Plantagenet en Inglaterra. El rey Ricardo, mi hijo adorado, se debe casar. Él, que era un amante tan fogoso en su juventud es ahora un acérrimo misógino. Debo apresurarme, no es bueno que el pueblo cante en las tabernas una canción escrita por un tal Bertrán de Born, donde dice que “el rey Ricardo es un ‘Òc e non’ (si y no)”.

El Rey de Navarra me espera. Vengo a llevarme a su hija Berenguela para casarla con Ricardo. No ignoro el gusto de Ricardo por su mismo sexo, pero por la salud del reino y la preservación de la dinastía, es deber del rey casarse con una princesa y engendrar (a como diese lugar) hijos. Yo sé que por ahí andan un par de niños bastardos hijos de Ricardo, así que con un poco de esfuerzo he de conseguir un nieto legítimo. Me he decidido por Berenguela porque es una joven princesa un poco sosa que discretamente se aparta de los acontecimientos que podrían afectar a su regio consorte.  Por fin recibo la noticia que Ricardo y Berenguela se han casado en la isla de Chipre, en la basílica de Limossol.


No puedo tomar descanso. Juan quiso tomar el lugar de Ricardo en el trono inglés cuando se enteró del cautiverio de su hermano. Éste ahora ya libre y de regreso  retorna a Inglaterra con la idea de castigar a Juan por su intento de derrocarlo. No lo permito y consigo la reconciliación de los hermanos.

Pero la suerte nos abandona sin avisarnos… Ricardo muere, víctima de una herida gangrenada. Yo creo morir con él.  Juan se convierte en rey. Tal como Ricardo, el rey Juan me respeta   y sigue mis consejos. Lo apoyo  y lo guío con mi  experiencia y mis consejos contra sus enemigos.

 Aunque soy ya bastante mayor debo continuar  llevando una vida activa. Viajo por Europa arreglando matrimonios para mis nietos.
Creía que ya no viviría más aventuras pero fui atrapada en un castillo por soldados  del rey francés, con quien Juan  estaba en guerra. Mi hijo, al que el pueblo llama el rey Juan Sin Tierra, me libera.

Estoy ya tan maltrecha que sólo quiero llegar a mi querida Abadía de Fontevrault. La patrociné por tanto tiempo que ya creo que es de mi propiedad. Pido a mis monjitas que cuando cierre mis ojos me entierren aquí y que no me dejen sola, quiero que me acompañen en mi viaje eterno los dos hombres de mi vida: mí amado, odiado y nunca olvidado Enrique y mi dilecto hijo Ricardo Corazón de León. También pido ser alguna vez entendida en mis actitudes frente a la vida. Que alguien me recuerde como un ser humano, con mis errores y mis virtudes.


Leonor de Aquitania murió en 1204  a la edad de 82 años.


Colofón

Descansa en paz bella Leonor, espléndida mujer vituperada por los hombres y las mujeres de mentes estrechas y corazones apergaminados.
 Bella, caprichosa y adorada,  has sido mal juzgada por muchos historiadores franceses quienes han notado solo tu  belleza y tu juvenil frivolidad, ignorando  la tenacidad, la sabiduría política y la energía que caracterizaron los años de tu madurez.
Las monjas del convento de Fontevrault – tus monjitas -  escribieron en tu necrología las palabras  que expresaron y expresan con toda justicia el valer de la Reina Leonor de Poitiers:



“Ella era hermosa y justa, imponente y modesta, humilde y elegante. Fue una reina que superó a casi todas las reinas del mundo”.

Notas aclaratorias

Occitania:



Occitania es un vocablo surgido a finales del siglo XIII en la literatura latina. Se origina por la contracción de dos expresiones, Occ aludiendo a la lengua d'oc propia hablada, nombre dado por  Dante  y la terminación itania probablemente en imitación al vocablo Aquitania correspondiente al ducado respectivo.

Durante la Edad Media, Occitania llegó a convertirse en uno de los centros más activos de la cultura. Así, el occitano fue una de la primeras lenguas que sustituyó al latín en muchos actos, documentos, piezas literarias y obras científicas: las primeras gramáticas como las Leys d'Amors, se escribieron en dicho idioma.


Aquitania:   

El Ducado de Aquitania fue una entidad feudal francesa medieval. Su extensión correspondía aproximadamente a los territorios que hoy agrupa la región homónima.

Poitu                                   
                    


Región con mucha resonancia histórica por cuanto en ella acontecieron sucesos decisivos para Francia y Europa.  La capital regional se encuentra en la ciudad de Poitiers.


  


Hijos ilegítimos de Enrique II de Inglaterra


Los hijos ilegítimos de Enrique, fueron criados en la guardería real con los propios hijos de la reina. Algunos de ellos se convirtieron en miembros de la familia en su adultez. La condesa de Norfolk dio a luz a Guillermo de Longspee, futuro conde de Sakisbury; una prostituta de nombre Ykenai fue madre de Godofredo, Arzobispo de York y el rey Enrique; Morgan, preboste de Beverly, cuya madre fue la esposa legítima del caballero Ralph Bloet; Matilda, abadesa de Barking, hija de Enrique y madre desconocida.



Según Ralph de Diceto (como citado en las crónicas de Plantagenet), la vida de Leonor cumplió una profecía "que había desconcertado a todos por su oscuridad: 'el águila del nudo roto se regocijará en su tercer pichón’ Se llama águila  a la reina Leonor porque ella ha estirado sus alas en dos reinos: Francia e Inglaterra. El nudo roto  se refiere a los dos matrimonios rotos de Leonor, y Ricardo, su tercer hijo, fue el tercero de sus pichones, el que elevaría a nombre de su madre a gran gloria”.



 

 

 

 

 

 

 

Bibliografía


Arnao Conde Luque, Mariano. Hierro y Seda
Duby, G. Alianza, Madrid, 1996 - Leonor de Aquitania, María Magdalena.-Ferro, M. Madrid,    Ferro, M. Cátedra, 2003 – Historia de Francia
Kaufman, O. Madrid, B.S.A., 2003 – Leonor de Aquitania
Martín, José Luis. La Ciudad Medieval.
Mayer, Eberiano. Javier Vergara, 1986 - Hans, Historia de las Cruzadas.
Ossul, Marc S. Historia y Vida, 2002 – Leonor de Aquitania.
Pernoud, R. Salvat, Barcelona, 1995 - Leonor de Aquitania, la Reina de los Trovadores














La autora


Sara Garfinkel cursó sus estudios primarios y secundarios en la Esc. Provincial Nº 6 Gral. Bartolomé Mitre y en el Colegio Nacional Mariano Moreno, respectivamente, ambos establecimientos educativos de la ciudad de Mar del Plata. Cursó sus estudios en Profesorado en Lengua Inglesa en la Capital Federal. Ejerció durante veinticinco años la docencia en el Bureau de Inglés. Lleva a cabo sus trabajos escritos y sus disertaciones orales sin solemnidad ni excesiva preocupaciones formales pero teniendo muy en cuenta que tanto sus producciones literarias como sus charlas bene tener belleza de forma y verdad de fondo. Así aborda diferentes temas. Desde hechos históricos de universal conocimiento hasta la historia y el folklore de la ciudad de Mar del Plata, su terruño. La mayoría de sus relatos son protagonizados por mujeres que han pasado a la historia universal o se han quedado en la pequeña cotidianeidad de los barrios marplatenses, todas figuras femeninas que han brillado con luz propia dejando una huella en el medio ambiente donde se han movido.




Sus obras 

Garfinkeleando por Mar del Plata. Son dos trabajos de investigación en colaboración con el Profesor Edgardo Samuel Berg: Del Pasaje Vaira a la Cortada del Tango y La Temporada. (2003)

La Señorita Edith. Historia de una Maestra. (2004)

Batones y Bigudíes Marplatenses. (2007)

Anécdotas de una Calle Corta de Mar del Plata. (2009)

Historias de Conventillo. (2010)

Yo Soy Leonor de Aquitania – Autobiografía no Autorizada de una Reina Medieval. (2012)