viernes, 21 de mayo de 2010

Anecdotas de una Calle Corta de Mar del Plata

(continuación)

Tengo Nombre y Apellido

Estoy exultante. ¿A qué se debe mi alegría? A que en el día de hoy, 29 de octubre del Año de Nuestro Señor 1932, por ordenanza municipal, artículo 5°, se me reconoce y otorga nombre y apellido: Diagonal Antonio Álvarez. Cesaré de ser nombrada con una exasperante porfía como Diagonal Pueyrredon. He obtenido mi verdadera identidad. Se que siempre fui importante en el desarrollo del barrio pero ahora gozo, no sólo del reconocimiento popular, que siempre lo tuve, sino del municipio de General Pueyrredon.

Estoy disfrutando de mi apelativo. ¡Estoy tan orgullosa de ser desde hoy la Diagonal Antonio Álvarez! ¿Ustedes saben quien fue D. Antonio Álvarez? Se los voy contar.
Fue un argentino nacido en el año 1848 en Dolores. Estaba radicado en la zona del sudeste de la provincia de Buenos Aires. Contaba 32 años cuando fue nombrado Juez de Paz del recientemente creado Partido de General Pueyrredon. Fue un hombre probo y progresista pues se dedicó a promover obras para mejorar la situación de los habitantes de nuestra ciudad. No sé por qué después de 4 años dejó no sólo la ciudad sino la región circundante. Se comentaba que paso por muchas peripecias hasta que recaló nuevamente por nuestra zona alrededor de 1914. Lo último que supe de él fue que falleció en la Capital Federal. Tenía 76 años.

Bueno, ahora estoy asfaltada, tengo mi propia identidad e iluminación nocturna. ¡Es un progreso importante!
¿Es un progreso importante? Supongo que algún funcionario municipal debe haberse percatado que durante las veinticuatro horas que tarda la Tierra en flirtear con la Luna existen lapsos de tiempo de distinta duración durante los cuales hay ausencia total o parcial de luz natural y que por lo tanto es necesario sustituir o compensar ésta mediante luz artificial. Esta luz artificial que se diferencia notablemente de la natural debe, no obstante, cumplir con unos mínimos requisitos de calidad y cantidad.
Por eso la luminaria que me alumbra es una esmirriada lamparita de 100 bujías que pende de un alambre que va desde una vereda a la otra por la mitad de cuadra. En la vereda de los números impares el hilo de metal está enganchado en el muro posterior de la propiedad de un médico que habita la zona desde que me acuerdo. En la vereda opuesta, el alambre que me sostiene junto con el cable eléctrico que me provee de energía lumínica, está prendido a un gancho clavado sobre la pared de un potrero. Ah! Pero eso sí: a una considerable altura para evitar que algún renegado social rompa la lamparita a cascotazos. No sea que se haga hábito entre los pibes del lugar y al final esta “Vía Blanca” sea una gravosa carga para el erario municipal. Además algún funcionario involucrado con el presupuesto comunal ha tenido en cuenta las borrascas marplatenses, a veces acompañadas por fuerte viento o pesado granizo. De ahí el bonete de chapa que cubre la parte superior del raquítico foquito que son más las veces que está apagado que encendido.

Comienzan las Anécdotas

Reconozco ser imperfecta. Quizá mi imperfección deviene de muchos factores, todos ellos ligados a mi nacimiento. Que la imperfección es un vicio del pensamiento no de la acción está totalmente aceptado. Entiendo que primero se piensa y luego se obra. De un pensamiento positivo siempre surge una obra perfecta, virtuosa y bella. Esto no ha sido mi caso porque yo no fui engendrada ni correcta ni perfectamente. He sido mal concebida, mal concluida… hasta mal hecha diría. Sin ser responsable de esta debilidad, me hago cargo de la misma. A pesar de haber confesado en párrafos anteriores que no me gusta el chisme porque en el chisme hay algo de mendacidad irrespetuosa hacia el semejante, reconozco ser chismosa. Asumo con dignidad esta imperfección mía. En mi descargo señalo que el chismoso dice siempre la verdad. Propaga lo que ve o escucha y es siempre veraz en su chismorreo. Como está en mi espíritu y mi conciencia ser veraz, desde ahora empiezo a chismorrear las discusiones insustanciales o las situaciones un poco más complicadas que se suceden entre los vecinos que me habitan o los transeúntes que cotidianamente me caminan. Son tantas y tan singulares las situaciones de las que he sido espectadora que llenaría una enciclopedia testimonial la cual, aunque muy interesante, terminaría por aburrirles.
He gastado tantas energías atravesando los avatares de mi existencia que a veces mis relatos pueden parecer un tanto difusos. Trataré de ser lo más coherente que pueda para que las anécdotas que les contaré constituyan un conjunto con unidad y sin contradicciones.

Los incendios

Si no me equivoco corre el año 1916. No, no me equivoco, estoy segura de la fecha. Es que hay movimiento de festejos oficiales porque es idea del municipio y de las fuerzas vivas de la ciudad conmemorar por lo alto el centenario de la declaración de nuestra independencia. Por supuesto que yo quedaré relegada de todo festejo. Pero esto no viene al caso. El asunto es que acaba de producirse la voladura de la caldera de una máquina a vapor en el aserradero de los hermanos Vaira. A la explosión le sigue un incendio de grandes proporciones que produce alarma y pánico entre los vecinos. Gritos, corridas, hombres y muchachos con baldes de agua y por último el arribo de la incipiente y respetable entidad que es el cuerpo de bomberos voluntarios de la ciudad. La demora de los esforzados servidores vecinales se debe a que tenemos un precario sistema de comunicaciones que nos permite dar presto aviso a nuestros voluntarios sobre cualquier emergencia de riesgo para los vecinos y sus bienes. Sin embargo puedo decir con conocimiento de causa que ahora estamos mejor que hace algunos años. Antes cuando se producía un incendio varios vecinos provistos de sendas chiflas pasaban por las casas donde vivían los voluntarios que oficiaban de bomberos para avisarles, mediante chiflidos y golpes sobre las puertas de sus casas para darles a conocer que la presencia de ellos era necesaria para combatir las llamas que estaban causando estragos en algún domicilio particular o comercio de la zona. Cuando los incendios se producían durante las horas diurnas, todo era más fácil. Pero a la noche la cosa se complicaba. Hoy en día, como nuestra ciudad tiene cada vez más residentes, más casas, más negocios, algunos vecinos progresistas han decidido instalar una campana de alarma en el galpón donde se guarda el material con que se cuenta para combatir las llamas. Tenemos elementos a tal efecto pero son tan escasos que se logra extinguir el incendio luego de grandes penalidades. A mí modesto entender no sólo carecemos de chaquetones, botas, cinturones, cuerdas, cascos y lanzas para agua, nos falta lo principal para ser exitosos “matafuegos” (1) disciplina y organización. Tal es así que a pesar de los ingentes esfuerzos por sofocar las llamas, el aserradero de los Vaira es sólo un montón de cenizas. Partes de sus maquinarias están medio sepultadas sobre la calle Bolívar. En cuanto a mí estoy segura que serviré de receptáculo de todo rezago chamuscado que quedará a la intemperie y será olvidado cuando los pastos lo cubran. Espero en el futuro no tener que enfrentarme a situaciones parecidas a ésta. Es que en lo profundo de mi naturaleza a más de ser chismosa soy miedosa.

Han pasado cinco años desde el incendio del aserradero de los hermanos Vaira y aún no he podido recuperarme totalmente del susto. Supongo que serán las dos o tres de la mañana cuando unos gritos desesperados me despiertan. Calculo la hora de acuerdo a la oscuridad reinante. Todo está muy fosco(2) a pesar de un fuerte resplandor que viene del lado de la que yo llamo mi madre putativa, la diagonal Pueyrredon. Se está incendiando el Almacén de La Carolina. Creo que este incendio es tan importante como lo fue el del aserradero porque La Carolina es el almacén que abastece a toda la zona. Por suerte estoy bastante lejos del batuque producido por las llamas, pero no puedo evitar que mi julepe sea más fuerte que mi sentido común. Espero que esto no se vuelva a repetir porque los siniestros despiertan mi paranoia siempre latente.

Propiedad Horizontal

¡Cómo pasa el tiempo! Ya estamos al comienzo de la quinta década del siglo XX. Están desmontando el cerco perimetral del terreno que es el lugar donde mi vereda impar se esquina con la vereda par de la calle Bolívar. La unión de ambas aceras se resuelve en un ángulo muy cerrado. Ambos lados de éste ángulo están cercados por por un armazón de madera que sirve de bastidor a una alambrada totalmente cubierta por ligustro. Los ligustros en los meses de calor, más precisamente a partir de diciembre, comienzan a florecer. Son flores blancas, muy pequeñas y para nada vistosas. Muchas veces veo cantidad de abejas revoloteando alrededor de estos ligustros florecidos. Son plantas melíferas, dicen los que saben, y agregan con sapiencia que la miel producida por estas flores es de tan mala calidad que pueden arruinar toda la miel que haya en una colmena.

Pero ahora quienes revolotean son hombres empeñados en desarmar la estructura que ha servido de muro a esa parcela, anteriormente propiedad del Dr. Mario Valentini. Después del fallecimiento de este buen vecino, su viuda decidió venderla. Vaya una a saber a quién pertenece ahora. Dicen que es propiedad de una empresa involucrada en esta nueva fiebre de inversión en Mar del Plata que se llama Propiedad Horizontal. Es una modalidad de inversión donde la propiedad de un edificio es compartida por los que poseen separadamente cada piso o vivienda de él y tienen ciertos derechos y obligaciones comunes. Ésta es la definición erudita de la Ley de Propiedad Horizontal. Mi definición es más sencilla. Es una ley que permite adquirir departamentos a precios económicos en nuevos edificios verticales que tienen varios pisos horizontales divididos en departamentos de uno, dos o tres ambientes. Estos edificios se construyen en terrenos baldíos o en terrenos obtenidos después de derribar muchos viejos tradicionales chalets marplatenses.
Se despierta un fervor constructivo en la ciudad. Hay un gran despliegue de andamios, ladrillos, fratachos, mazas, bolsas de cal y cemento, arena a granel, hierros, maderas, etc., etc. Es la hora del asadito. A la 11 de la mañana se huele un aroma tentador que emana de unos trozos de carne desparramados sobre una parrilla improvisada por el albañil, siempre es el mismo, que está encargado de preparar el churrasco diario después de una mañana de arduo trabajo sobre los andamios. Les cuento que ese particular aroma se debe a la leña que usa el parrillero para encender el fueguito asador. Esa leña son pequeños trozos de madera provenientes de los listones largos que se usan para armar los encofrados. Esos trozos llevan adheridos a sus superficies restos del material que fue contenido por ellos, cuando éstos eran aún tablas largas, hasta que fraguase y diera forma y consistencia a las columnas y vigas sobre las cuales el futuro edificio se sostendrá. El contacto del fuego sobre la madera y sus adherencias produce ese inimitable aroma a “asado de obra” imposible de lograr en parrilla alguna, ya sea doméstica o comercial.

Me emociona y entusiasma ver tanta actividad en mi “territorio”, de común un tanto aletargado por ser la puerta de atrás de muchas propiedades cuyas entradas principales se encuentran ya por las Avenidas Independencia o Colón (la mueblería La Asturiana, la propiedad del dentista Mémoli, el edificio de la Liga Marplatense de Football, las oficinas y salones de exposición y ventas de la Concesionaria Ford de los hermanos Stantien, parte de la propiedad de los viejitos Valentini, dos puertas de las cuatro del portón del garage de la Farmacia Independencia de don Pedro Zaccagni), ya por las calles Bolívar o Salta ( las propiedades del doctor Valentini, de la familia Ricaud, del señor Samuel Garfinkel y señora, de la familia Bianchi y de la familia Ríonegro).

Estoy preocupada. La actividad edilicia que tanto me ha entusiasmado ha cesado. Hace un tiempo, dos o tres meses que no veo movimiento laboral en la “obra en construcción”. En fin, no desesperaré. A veces suceden temporales “cese de actividad” en cualquier emprendimiento. Además el edificio, que consta de seis pisos, está bastante adelantado en su edificación. Demos tiempo al tiempo.

Calculo que ha pasado casi año y medio. Ya no hay más tiempo. Definitivamente la obra está parada. Las empalizadas colocadas hace más de catorce meses no han sido movidas de su sitio. Los vecinos comentan que la empresa constructora quebró para luego sentenciar muy sabiamente, con esa indiscutible sabiduría empírica de la gente común, que esto pasa porque se empiezan a construir edificios en altura sin ton ni son. Me apena la situación de aquéllos que se abrieron a la posibilidad de convertirse en nuevos propietarios accediendo a la titularidad de un bien inmueble. ¡Cuántos sueños perdidos, cuantas ilusiones desperdiciadas! Pero quizá no esté todo perdido. Esta mañana, desde una puntita del cordón de una de mis veredas veo a un robusto hombre joven quien muy seguro de sí mismo abre parcialmente una parte de la empalizada que da sobre la calle Bolívar y pasa al interior de la obra paralizada. Al rato sale, coloca la empalizada en su lugar y se va.

Ya pasaron tres días del incidente que les relaté. Hace un ratito ha llegado un camión de mudanzas. El chofer lo estaciona junto al cordón de mi vereda impar. De la cabina descienden el hombre del otro día, el conductor del camión y dos muchachos que están acomodados en la caja de carga del vehículo. Éstos comienzan a bajar, desde el furgón, muebles, una heladera, un lavarropas, un imponente combinado, canastos especiales para mudanza, dos baúles y varias valijas. Una vez que todos estos bártulos están sobre la vereda, el señor robusto le dice a los muchachos que van a tener que subirlos a “pulmón” hasta el quinto piso, recomendándoles que tengan mucho cuidado porque las escaleras son algo empinadas, están abiertas al vacío y muy cerca de ellas se encuentra el hueco donde algún día estará colocado un hipotético ascensor. Los peones quitan toda la empalizada que da sobre la calle Bolívar para entrar por ese lugar todos los enseres que ya detallé.

¡Otra vez es lo mismo! ¡Esta suerte de segundona que la vida me ofrece a cada paso! Los arquitectos diseñaron la puerta de entrada siguiendo las pautas del vecindario, ubicando la entrada principal sobre la calle Bolívar. Este edificio no es la excepción. La cuadra de Bolívar al 3200 tiene cada vez más propietarios cuyos inmuebles resuelven sus patios traseros sobre mis pobres frentes.

Volvamos a lo que está pasando a mi alrededor. Ahora el rollizo hombre vuelve acompañado de una señora de aspecto agradable y de un adolescente muy parecido a ambos. Me entero por conversaciones de los vecinos que en las últimas semanas hubieron reuniones de personas que compraron pisos en propiedad horizontal y ahora están sumamente perjudicados por la suspensión de la construcción. En esas mismas reuniones acordaron que cada uno de los copropietarios tomaría posesión de lo edificado y terminaría su piso a su gusto y en el tiempo que pudiese. Inteligente resolución. Deduzco que esta familia es una de las afectadas por la situación. Me parece bien pero no entiendo como podrán vivir en el lugar. La mudanza previa a su llegada da por sentado que se instalarán en su piso, el que debe carecer, supongo, de los más elementales servicios: agua corriente, cañería de gas, servicio de luz.

La cosa es que ya hace más de seis meses que esta gente vive su rutina familiar y parecen no adolecer de ninguna comodidad citadina. Se mudaron en invierno - julio del año pasado - y ya estamos en verano – febrero de este año.


Un nuevo incendio

Hoy ha sido un hermoso día estival. El atardecer no va en zaga a lo agradable del día. De repente un alboroto sacude las baldosas de mis veredas y arruga mis cordones. El ulular de la sirena de la autobomba de los bomberos anuncia su entrada a toda máquina desde la avenida Independencia hacia la calle Salta. Se estaciona por la calle Bolívar frente a lo que se supone será algún día la entrada principal del edificio que está aún sin terminar. Digo se supone porque, aun a pesar de que está parcialmente habitado por esta valiente familia pionera de la que ya les conté, las empalizadas siguen tal cual quedaron hace casi dos años. Dicen los vecinos que el gordito jefe de familia es un agente inmobiliario muy bien conceptuado en la ciudad. Quizá por su profesión el conozca bien los “pro” y “contra” de la decisión tomada: ocupar la vivienda y afianzar así su derecho de propiedad. Pero estos son temas leguleyos que están muy lejos de mi conocimiento intelectual. No es que me considere mediocre en mi entender pero prefiero afianzar mi discernimiento práctico al intelectual.

Pero volvamos a los bomberos y su autobomba. ¡Qué diferente es esta situación a la que viví cuando la conflagración del aserradero de los hermanos Vaira! Ya no son aquellos valientes vecinos que con buena voluntad y nada de entrenamiento corrían de acá para allá portando baldes o cualquier recipiente que pudiese contener agua para apagar las terribles llamas. No me hubiera sorprendido en esos momentos si hubiese visto pasar a esos voluntarios portando piezgos (3) tal como lo hubiese hecho Sancho Panza en tiempos del Quijote. Ahora es una dotación con personal convenientemente adiestrado, dotado de los elementos indispensables para combatir el fuego y con una autobomba equipada con los adelantos de esta época. Todo el mundo mira hacia el hipotético último piso desde donde se desprende una fina columna de humo, signo innegable de un, por lo menos, principio de incendio. Los bomberos están preocupados porque se les informa que hay personas viviendo dentro de ese proyecto de propiedad horizontal. Sin perder tiempo deciden romper la valla que le es señalada por los convecinos como provisoria puerta de entrada al lugar. Así lo hacen y sin perder más tiempo, heroicamente, con la manguera en mano trepan por la insegura escalera abierta lateralmente al vacío y muy cercana a la oquedad que será en el futuro estuche de un ascensor. Raudamente llegan, manguera en mano y canilla abierta, al techo plano del edificio que está rodeado de una balaustrada. Este detalle transforma a ese techo plano en una terraza. Una terraza, en verano y al atardecer, es el sitio ideal para colocar una parrilla y preparar un asadito. Por lo general es el jefe de familia quien se encarga del asadito, la ensalada corre por cuenta de la “patrona”, mientras que el hijo está aún en la playa jugando al fútbol con sus amigos.
Esta tierna e idílica situación es violentamente transformada en un acuífero caos de gritos, chorros de agua, chorizos ahogados, morcillas empapadas, tiras de asado flotando en el líquido que fluye de las mangueras de los abnegados servidores públicos. El parrillero está calado hasta los huesos. Su señora ha seguido a los bomberos en su loca ascensión y llega espantada casi al borde del desmayo. La noche se va acercando y en el edificio sólo hay luz de obra en el piso ocupado por la empapada familia. Mientras las sombras comienzan a cubrir piadosamente la escena en las alturas, al ras de mis veredas comienza otro alboroto. Cruzando la avenida Independencia vienen corriendo y gritando unos jóvenes, desesperados, a buscar a los bomberos. Se está incendiando un departamento de un edificio en la calle Bolívar a dos cuadras de distancia de donde están trabajando los abnegados pero desorientados bomberos. Nadie entiende nada, las sombras avanzan, todos los que estamos acá abajo vemos ya el resplandor de las llamas. La autobomba se pone en marcha, maniobra marcha atrás, los bomberos bajan las escaleras, la manguera, aun chorreando agua, viene con ellos, todos suben al vehículo en el que llegaron y enfilan hacia el verdadero incendio.

¡Qué noche pasé! No pude dormir, un poco por mis nervios y otro poco por mi deseo de saber que es lo que pasó. Ya, a media mañana, mucho más tranquila, puedo enterarme de todo lo sucedido. Ayer, a la tarde, los bomberos de la ciudad fueron llamados. Se les pidió ayuda porque se estaba incendiando un departamento en la calle Bolívar al 3050. Quien llamó estaba muy nervioso y posiblemente equivocó el número de la casa o algo así. Los bomberos llegaron y… bueno, el resultado ya se los conté. Ah, creo que las pérdidas en el inmueble siniestrado son casi totales. Por fortuna no hay desgracias personales que lamentar.

Teatro Callejero

Es un regocijo. Jamás pensé este regodeo en mi vida. Y lo que es mejor aún es que este gozo mío es compartido por muchas personas. Es como un festejo público. Si muchos convecinos pudieran tomar parte en lo que en estos momentos está sucediendo en mis dominios, diría que este regocijo es el goce de los marplatenses todos.
Creo que el haber sido elegida por un grupo de artistas como sitio adecuado para llevar a cabo una representación artística es lo que me falta para convencerme de que debo dejar de subestimarme. Aparecen de buenas a primeras muchachos y chicas que ponen manos a la obra y en un santiamén levantan un escenario, que parece bastante seguro a pesar de la premura en el trabajo, a mitad de cuadra para aprovechar el alumbrado público que me suministra la Municipalidad de General Pueyrredon. Pero soy una calle oscura porque, a pesar de estar ubicada en lo que en la cuadrícula de la ciudad se conoce como “el centro”, sólo me ilumina un raquítico foquito que pende de un endeble alambre que me cruza de vereda a vereda en la mitad de mi escasa extensión. Por esto, los artistas – a mi me gusta más llamarlos “cómicos de la legua” – muy inteligentemente han tomado en cuenta este detalle. Han traído con ellos un par de reflectores potentes que me inundan de claridad. Luego colocan sillas a guisa de butacas e improvisan unos precarios camarines para cambiarse o maquillarse.
A mi me toma de sorpresa todo este emprendimiento pero colijo que debe haberse publicitado previamente porque poco a poco llegan muchas personas, algunos son vecinos, otros no. Se sientan en las sillas -butacas. Colmada la capacidad ofrecida por éstas, los que no consiguieron asientos se quedan decididos a ver el espectáculo acomodándose para ver la función de pie.

Es una hermosa noche de verano, tibia, tranquila. La sala al aire libre está colmada, los actores actúan, el público está cerca de ellos. Hay una corriente circular de energía positiva entre los cómicos y la audiencia. Es como que interactuasen. El público siente estar integrado en la obra y se transforma en uno más de los actores. Reacciona afectiva e intensamente ante los gestos, expresiones o palabras exteriorizadas por los intérpretes.
Soy yo, la calle oculta, la diagonal oscura, la que les brinda el espacio físico para que se lleve a cabo esta comunión entre los de arriba - en el escenario - y los de abajo - en la platea. Es como si en dos de las improvisadas butacas estuviesen sentadas las hermanas Melpómene y Talia, siempre juntas, aquélla con su máscara trágica adornada por una melena de hojas de parra y ésta, Talia , con su carátula siempre sonriente.
No se si alguna vez se volverá a repetir lo de esta noche. Lo que sé es que esta es una noche “angelada”.

Comienzo del Bar Parrilla

Aunque estoy por entrar en mi tercera edad aún no me considero una arteria céntrica. Sigo siendo la calle transversal que desahoga el tránsito cuando se pone algo pesado. Nada más que eso. Además pertenezco a un típico barrio de casas bajas – aunque en una de mis esquinas existe un edificio de departamentos en propiedad horizontal de siete pisos. Este es uno de los tantos sectores de la ciudad con perfume de barrio. Sobre las calles Bolívar y Salta se encuentran las típicas viviendas unifamiliares habitadas por vecinos de clase media. En cuanto a mí, yo albergo un pequeño local - depósito y oficina de una compañía dedicada a las instalaciones de redes de gas industriales y domiciliarias - que ocupa la planta baja del PH que se esquina con la calle Bolívar; una casa de compra-venta de motos; un taller de radiadores; otro de chapa y pintura, una gomería y la vidriera de la farmacia que ya les conté. Se puede caminar por nuestras veredas sin ser molestado por ser pocos los viandantes que las transitan. Todo es parsimonia en la zona.

Está en la naturaleza de las personas comunes el afán de trabajar, vivir, divertirse moderadamente. Pero también dentro de tanta armonía social se esconde el interés por saber de la vida de los demás. Y si estos demás son los vecinos, mucho mejor. A todas las personas les gustan los chismes y no sienten porque avergonzarse. Escuchan y difunden lo que han escuchado. Lo que quiero resaltar es que me doy cuenta que los hombres son tan o más chismosos que las mujeres. Cada vez que se juntan dos, tres o más vecinos, hasta los más discretos no vacilan en ventilar los detalles más sabrosos del chismorreo. Hablan de las andanzas de la hija menor de la familia “ d’enfrente”, la a la que le dicen la “Divito”, de la viuda de esta cuadra y su “novio” de turno, de la amante del profesional de la esquina, etc., etc. Aunque soban la buena y mala reputación ajena con una fruición digna de una mejor causa, debo decir que mis vecinos son muy buena gente.

La buena gente merece ser feliz. Hoy día la felicidad colma a esta buena gente porque las circunstancias de su entorno coinciden con su no tan inocuo pasatiempo: chisguetear (4) El caso es que el dueño del negocio de venta de motos de baja cilindrada que está en el local que abre sus puertas sobre mi vereda en el número 3361 ha decidido finalizar sus actividades comerciales. Ya ha ubicado sus unidades motoras entre sus colegas del ramo. Ahora, de común acuerdo con la dueña de la propiedad, transfiere el contrato de locación del local ya vacío a un señor muy conocido en ciertos sectores de la sociedad marplatense por pertenecer a una tradicional familia de la ciudad. En verdad se lo considera la “oveja negra” de esa familia por dedicarse a “cierto” tipo de actividad para nada legal e impensada en esta vecindad. La empresa comercial a desarrollar por este individuo está relacionada con el rubro gastronómico. “Esto no tiene nada de malo”, me digo yo apenas escucho los primeros comentarios. “Esto es muy malo”, me digo yo cuando me entero el nombre del futuro convecino y su “currículo vitae”. La opinión pública y notoria sobre este hombre es bien conocida en la noche marplatense y…… … ya se sabe que la fama siempre precede a quien la posee. Sus antecedentes llegan a este universo triangular antes que su presencia física. Si bien su presencia física no es del todo desagradable, sus actitudes no lo favorecen en lo más mínimo. Un tanto engreído, fanfarrón y pendenciero, aunque no se jacta ni se exhibe de manera excesiva, desentona en el barrio. Pero ya está el hecho consumado. Se instala y abre sus puertas el bar y parrilla La Cortada.

La apertura de este nuevo emprendimiento comercial ha transformado a nuestros pacíficos vecinos en chismosos neurotizados. Casi tácitamente, los vecinos deciden no hacer amistad con el dueño del lugar. Pero yo no puedo vencer mi curiosidad y pego mi cordón al vidrio de la vidriera que me permite ver el interior del lugar. Por empezar no veo ninguna parrilla al carbón a la vista ni huelo el sabroso aroma a papas fritas que justificase la habilitación como establecimiento gastronómico especializado en ese tipo de comida. Veo, eso sí, mesas cubiertas por manteles de hule a cuadritos, sillas de segunda mano típicas a cualquier boliche, una radio-combinado que debe haber conocido mejores tiempos y tres o cuatro colgantes de luz que penden de los cielorrasos descascarados, no por el tiempo sino por una pertinaz humedad que se filtra por los techos. ¡Dios mío… … Veo cables que alimentan de luz a esos colgantes sujetos a las húmedas superficies por unas simples grampas! Por obvias razones, espero que esos cables nunca se pelen. Sigo pispando (5) bien a fondo y cuento una docena de parroquianos, repartidos en varias mesas. Puedo verlos pero no oír sus conversaciones. Presto atención y me doy cuenta que mientras comparten unas ginebras juegan a la escoba de quince o al truco apostando en ambos casos unos inocentes porotos. También veo cinco señoritas circulando por el salón. A lo mejor son familiares de los presentes. Vaya una a saber.

Hoy hace una semana que se inauguró La Cortada. El dueño del lugar parece haber notado el vacío que le hacen los vecinos. No es que le importe mucho esta situación pero se da cuenta que es mejor ser contemporizador que contestatario. Este hombre puede ser pendenciero y amante de la cantina o el juego pero sabe que es muy importante para sus fines avenirse a la rutina del vecindario. Su habilidad diplomática se basa en el principio gastronómico: “panza llena, corazón contento”. Así que decide agasajar a cada uno de los vecinos que viven por mi calle, por Bolívar y por Salta, invitándolos a comer a la parrilla. La idea es brillante, veremos los resultados.

El subterfugio parece que funcionará aceptablemente pero a veces las soluciones no son factibles para todos los involucrados en un problema. Este es el caso de la vecina que es la más afectada en esta situación porque su casa está pegada al local de La Cortada. Tanto que la puerta de acceso a su domicilio está contigua a la doble puerta de entrada a la parrilla. Por este motivo ella es la primera en ser invitada al ágape inaugurativo. Lo que el improvisado relacionista público ignora es que esta buena señora tiene una hija casi veinteañera y que ambas mujeres viven solas desde hace unos meses por fallecimiento del jefe del hogar. Demás está decir que la invitación, formulada por un subalterno del dueño es rechazada por la dueña de casa. El hombre no insiste en la invitación sino que, muy cortésmente de acuerdo a sus pautas sociales, le pregunta a la dama cuántas personas viven en la casa. La inesperada pregunta despierta en quien la recibe la “chifladura” vecinal, de alguna manera latente hasta ese momento, y la desparrama dando paso a la desconfianza e inquietud. Las profecías paranoicas se convierten “ipso facto” en sicóticas premoniciones La señora, con la puerta apenas entornada y la cadena de seguridad puesta, le dice que en la casa viven ocho personas, seis de las cuales son hombres. Ella supone inocentemente que ese dato es lo suficiente intimidatorio para los indeseables vecinos. ¡Astuta vecina!

Ya está oscuro, son casi las nueve de la noche. Pienso ir a dormir dentro de un rato. Pero… hay algo inesperado que me espabila de golpe. Les cuento. De la parrilla sale el subalterno, de quien ya les hablé, portando una bandeja común a todos los restaurantes, colmada de platos, cubiertos, copas y dos botellas de vino que, por la forma de las mismas, me parecen de muy buena marca. Este individuo toca el timbre de la casa vecina y se anuncia pidiendo que le abran la puerta porque trae el servicio completo para los ocho integrantes de la familia. Pienso que no le van a abrir pero me equivoco. La señora lo atiende y toma la bandeja. El mozo-parrillero le dice que en unos momentos le traerá una mayonesa de ave para que la compartan en familia. Al rato vuelve con otra bandeja con lo prometido y se repite el mismo procedimiento de antes. Esta vez la dice a la atribulada mujer que disfruten de la comida y que no se preocupe de lavar ni platos ni cubiertos. Además le adelanta que en media hora volverá con una parrillada completa y le pregunta si tienen en mente algún tipo especial de ensalada. Creo que la señora no sabe que decir porque no oigo ninguna respuesta de su parte. No obstante ella toma esta bandeja y se mete en su casa con la misma. Igual hace con las enormes fuentes cárnicas que ahora recibe. ¡Cómo para irme a dormir estoy yo! Espero a ver que sigue. Y sigue otra bandeja con ¡ocho copas de helado! Al toque del timbre – por tercera o cuarta vez, ya perdí la cuenta – se repite el mismo proceder, la señora toma la bandeja y se mete con ella apresuradamente en el zaguán de su casa, escucho que le da las gracias al “mozo-parrillero-pasa bandejas”, le dice hasta mañana mientras cierra la puerta con dos llaves y un cerrojo.

Ya es tarde. Por suerte las calles no nos alimentamos de comida sino de hechos. Lo que sí hacemos es estar activas durante muchas horas diurnas para disfrutar un reparador descanso cuando es de noche. Así que ahora iré a dormir y mañana voy a indagar sobre estos extraños comportamientos humanos.

Hoy me levanté tarde. Creo haberme perdido de algo. La parrilla abre sólo a la noche así que debo esperar hasta el toque de queda para averiguar como sigue esta situación entre la señora que hace poco ha perdido a su marido y el staff del comedero colindante. Inútil esfuerzo. La viuda no apareció en todo el día y creo que menos lo hará a la noche. La cuadra ha estado tranquila durante toda la jornada. Me pregunto cuánto tiempo deberé aguardar para enterarme de cómo siguen las relaciones entre el empresario gastronómico y los vecinos – incluso la dama que fue beneficiada con la opípara comida. En qué número irán los habitantes de este pequeño polígono de tres lados – si es que alguno va – a manducar las sabrosas parrilladas que les fueron ofrecidas como muestra de buena voluntad entre las partes es algo que me intriga. Pero no al punto de quitarme el sueño.

¡Cómo pasa el tiempo! Hoy, sábado, se cumplen quince días de la inauguración de La Cortada. Casi me estoy olvidando del hecho cuando veo a la señora viuda que recibió la suculenta muestra de buena voluntad del emprendedor comerciante hacia el buen comer de su familia.
Está en la esquina, que mi vereda impar forma con la acera par de la calle Salta, conversando muy animadamente con la esposa del podólogo de la cuadra. Por simple curiosidad presto atención a la conversación de las damas. No es nada difícil porque la vivienda de este profesional especializado en “hallux valgus”, helomas, y uñas encarnadas - que está en la esquina que acabo de mencionar - es tan pequeña que la sala de espera de su consultorio es la puerta de entrada – del lado de afuera - de su casa, así que los pacientes deben esperar en la vereda. Haciendo tiempo para ser atendida, la viuda comenta lo acontecido, el disgusto que le produjo la invitación para ir a comer a la parrilla y el desasosiego que sintió cuando el tipo que vino a invitar a la familia le preguntó cuántas personas vivían en su casa. La señora del pedicuro se escandaliza ante la insolente pregunta. Las dos mujeres coinciden en la falta de tacto y educación del individuo. Sin ser feministas, ambas son solidarias en género. Por eso la señora del cortaúñas barrial festeja con alborozo cuando su sagaz contertulia le comenta su estratagema de cuadruplicar el número de personas que viven en su domicilio. Y el provechoso resultado de su ardid, que le permitió a ella y a su hija comer durante casi una semana a costa de los “vivos de al lado”. Con matronas como ésta y pelafustanes como los del salón comedor contiguo no me he de aburrir en absoluto.

El Aguantadero Manducador

No me he aburrido a lo largo de estos últimos catorce meses. Han pasado tantas cosas en torno al comercio manducador desde que éste abrió sus puertas al público que mi vida ha cambiado totalmente. El lector se preguntara porque califico a esta parrilla como comercio manducador. Paso a explicar. Ya a la semana de la inauguración me di cuenta de la verdadera actividad que se desarrolla en este boliche. Una parrilla es una modalidad de restaurante donde la especialidad gastronómica es la parrillada. Redefiniendo, una parrilla es un establecimiento público de cierta categoría donde se sirven comidas, en este caso el plato básico compuesto de carne vacuna, morcilla, chorizo, y diversas achuras, asadas a la parrilla. A un comercio gastronómico la gente va a comer. A La Cortada los concurrentes van a manducar. Comer es alimentarse. Manducar es llevarse las manos a la boca y mover las mandíbulas pero no se menciona la actividad de alimentarse. Es decir, nutrirse nadie se nutre en este piringudín porque los parroquianos, a quienes puedo ver a través de la vidriera, llevan sus manos no hacia sus bocas sino hacia los mazos de naipes esparcidos sobre algunas mesas del fondo y hábilmente manejados por casi todos, mientras que en las mesas de adelante, cubiertas por manteles de hule a cuadritos, hay varios asiduos concurrentes con sus tragos y sus jácaras(6) cotidianas. Esto es común hasta cerca de la medianoche. Luego viene lo mejor… … y lo peor.

En lo que a mi respecta lo mejor es que yo nací como una callecita querendona y suburbana - parte de una manzana irregular - tranquila y amistosa, transitada durante el día por el cachivache a tracción humana del turco verdulero; el semoviente chirimbolo del vendedor de plumeros, escobas y cestas de mimbre; la móvil carrindanga disfrazada de locomotora, tirada de mala gana por un cansino caballo dirigido por el manisero que pregona su mercadería a viva voz; el carro del vasco lechero y algún que otro perdido viandante. No conocía nada de la vida más allá de las avenidas Independencia y Colón. He sido ingenua e inexperta hasta que apareció la parrilla. A partir de su llegada me convertí en una calle autodidacta gracias a mi interés por todo lo que me rodea. Así, a partir de la medianoche, comienzo a instruirme por mi misma sobre los avatares del diario vivir con sólo prestar atención a lo que conversan los y las habitúes a La Cortada y a la letra de los tangos, que es la única música que se escucha en el lugar. Con su llegada se fue mi inocencia. Soy más abierta, estoy más actualizada, más moderna. Ya el lector se he de percatar de este cambio quizá en el uso de alguna que otra palabra antes ausente en mi vocabulario.

Ahora vine lo peor. Lo peor para mi es la alteración de mis horarios habituales. Mi vida estaba regida por un ritmo cronológico, rutinario. Hoy en día mi rutina se trastocó. Soy una calle insomne. Esta alteración nerviosa, que me impide dormir normalmente como lo hice desde mi nacimiento, se debe a los desmanes de los vecinos granujas parrilleros. Sus parrandas son de lunes a lunes. Todos los días, cerca de la media noche, se reúnen estos juerguistas que se divierten alborotando y bebiendo. Además pienso que detrás del salón y del mostrador, por lo que veo desde mi sitio de observación, debe haber algo parecido a una trastienda ya que escucho airados comentarios que vienen desde el fondo y que me dan la idea de que están jugando no a una inocente escoba de quince o un truco por porotos – como sucedía los primeros días de actividad comercial – sino a algo más fuerte como un Tute Cabrero o un Monte Criollo. Las cinco señoritas que yo había visto la noche de la apertura del negocio pensando que podrían ser familiares de los dueños o parroquianos, resultan ser algo así como camareras muy sui-generis, ya que su comportamiento es algo errático porque cuando algún cliente parece pedirles algo de beber – supongo, porque comida nunca ha habido en esta parrilla – ellas van a la trastienda y al ratito son los clientes quienes se levantan de sus asientos y van ellos mismos al fondo a buscar sus pedidos. Conjeturo que atrás debe estar más animado que en el frente ya que después tardan, camarera y cliente, un rato largo en regresar.

Lo bueno del caso es que los vecinos, a pesar del alboroto que hicieron al comienzo de todo este proceso, no prestan atención a la situación. Para esta buena gente todo está como siempre estuvo antes de estar como esta ahora. Los entiendo, son personas de trabajo que durante el día están inmersas en sus ocupaciones y de noche se recogen no muy tarde para recomenzar sus actividades diarias temprano por la mañana. Ignoran todo el submundo que se mueve frente a mis aceras. Además, tanto la noble y respetable matrona, propietaria de la finca colindante a La Cortada, como su hija han optado por poner en práctica el popular adagio que sentencia: ojos que no ven, corazón que no siente. Ambas mujeres ignoran por completo la existencia del maléfico lugar.

Guirigay(7)

Y tenía que suceder lo que está sucediendo esta madrugada. No es que sea la primera vez. Ni que esta noche haya comenzado menos tranquila que las anteriores. Siempre, casi a la misma hora – entre la 1 y 2 de la madrugada – se produce una concatenación de acontecimientos que ya son rutinarios en la trasnochada vida de este garito con veleidades de “Saloon del Far West”. La asidua selecta clientela suele enfrascarse en largas partidas de “Tute Cabrero”, que es un juego de naipes donde la gran hazaña es cantar las cuarenta con los naipes en la mano. En este juego siempre dos se juntan para dejar afuera a un tercero – típica viveza criolla. Y si no juegan al Tute, se trenzan en un Monte Criollo – que es un juego de naipes legalmente vedado. Además están las atractivas galantes señoritas - algunas rubias, otras morenas y alguna que otra pelirroja – que entran solas y salen acompañadas por clientes más interesados en eróticos juegos sensuales que en juegos de azar. Pero esta noche hay un entorno más pesado que de costumbre entre los malandrines y las aves nocturnas. No es que anteriormente no haya habido trifulcas, alborotos, disputas entre los jugadores pero hoy hay como cierto presagio en el ambiente.

¿Qué provocó este aquelarre? ¿Un naipe marcado? ¿Un vuelto mal dado? ¿Una señorita ofendida? Vaya una a saberlo. Lo cierto es que comenzó una pelea en la trastienda que se fue extendiendo hasta el salón principal. Piña va, tortazo viene, un improperio contra la madre de uno de los contendientes, un cuchillo que se asoma, un revolver que aparece y una bala que se dispara. Tan metidos están todos en la confusión del momento que únicamente la detonación del arma parece volverlos a la realidad. No sólo es el disparo sino la mancha roja que aparece y se extiende sobre la camisa de uno de los hombres. El herido abandona el boliche, corre por mi vereda, apoyándose de vez en cuando sobre los muros de las casas, hasta llegar a la calle Salta donde dobla como para alcanzar la avenida Colón. Alguien de dentro del local atina a soltar las dos cortinas metálicas que caen estrepitosamente cerrando la vidriera y la puerta de entrada. Pero ya es tarde. La Policía uniformada junto a dos individuos de civil que seguro son de Investigaciones se hacen presentes en sendos patrulleros. Ingresan al local y al rato veo que salen del lugar el dueño del mismo, los tipos que estaban adentro, varias señoritas (dos de ellas cubiertas por unos abrigos amplios, lo que me hace suponer que están algo ligeras de ropas) junto con un oficial y dos agentes de la Seccional 1ª. Suben a un furgón azul que acaba de arribar y que tiene todo aspecto de ser de la policía. Me parece que los hombres están esposados, no así las chicas. Todos se van. Todo queda en calma. Esta circunstancia de no escuchar ningún sonido en este casi amanecer me parece extraña, después de tanto tiempo de algazara nocturnal. Al fin podré dormir tranquila y recuperar mi ritmo de sueño.

¡Ilusa de mí! Han pasado ya más de seis meses. Se fue el verano, entró el otoño que acaba de ser desalojado por el invierno y yo aquí, desvelada y aburrida. Desde la fatídica noche del tole-tole en La Cortada, ésta bajó (mejor dicho le bajaron) sus cortinas metálicas, las que todavía están bajas. Se ha comentado que el herido en la trifulca falleció y todo este entuerto fue calificado como homicidio, etc., etc. Es comprensible que nadie haya vuelto por aquí. También es comprensible que no tenga el descanso nocturno que tanta falta me hace. Me siento somnolienta durante el día, mi concentración sobre los hechos que suceden a mi alrededor es baja, además de no puedo estar activa como estaba antes. Siento que mi salud se está deteriorando. Estoy irritable, ansiosa, fatigada. Y para peor pienso que mi imposibilidad de dormir se debe a un trastorno de índole emocional porque……… ¡echo de menos al boliche y a sus concurrentes!
Tengo mi sensibilidad a flor de piel, es decir a flor de mis baldosas. No puedo luchar contra la añoranza que siento por La Cortada y su runfla (8) bochinchera. Tan nostálgica estoy que me siento poetisa. Es así que decido tomar la melodía de un tango, cuya música se esparcía con cierta asiduidad desde el boliche hasta la vereda, y la letra del mismo para contar, en una versión libre, mi tristeza de ausencia.

Si supieras
(versión libre - de mi autoría - dedicada a l bar - parrilla La Cortada)

Si supieras que aún las baldosas de mi veredas
Conservan el rumor del taco de las señoritas que,
Cual pasarela, me transitaban para entrar a tu local.
No se si sabrás que nunca te olvidaré
Y que sólo deseo te acuerdes de mi.

Los tahúres ya no vienen por aquí, ni siquiera a visitarme.
Creo que es porque no saben de mi aflicción.
Y aunque supieran de ella no sabrían como consolarme.
Desde el día que la ley bajó tus cortinas metálicas,
La tristeza ha hecho nido en mis rasillas(9).

Yo que estuve recelosa cuando llegaste a mi única cuadra,
Confieso que hoy te recuerdo con cariño.
Siempre serás una etapa en mi vida.
A tu local abandonado ya nadie presta atención.
Nunca olvidaré las revueltas, riñas,
Y biarazas (10) que en tu interior sucedían.

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